@| Desde hace ya un tiempo se habla del daño antropológico sufrido por los cubanos bajo el régimen de la Revolución. Este concepto es sin embargo transferible a otras poblaciones de nuestro planeta, y en especial a las de América Latina en su casi totalidad. Se trata de un daño provocado en muchos aspectos sustanciales de las personas debido a la presión que sobre ellas comenzaron a ejercer diversos factores de influencia, los cuales disfrutan de impunidad al no recibir una respuesta de oposición (personal o institucional) contundente para ser contrarrestados.
Se habla de daño antropológico cuando la persona deja de sentir aprecio por su propia vida, cuando pierde la conciencia de sí misma obrera de su destino y se abandona a los dictámenes con que la someten fuerzas de dominación obligándola a hacer y pensar de una manera dirigida. Más aún, cuando se la obliga a dejar de pensar.
Un individuo acostumbrado a concebir su vida de esta manera poco margen tiene para discernir acerca de dónde está la línea divisoria entre lo que él es (o desearía ser) y lo que es obligado a ser. No es consciente de su poder de decisión, de su poder de resistencia, o más aún de su potencial como agente de cambio.
En nuestro país lamentablemente parece haberse comenzado (y estar en curso desde hace bastante tiempo) este camino sin retorno. La degradación de las personas que caen en la influencia nefasta de la drogadicción, de las que reniegan de la educación, de las que sucumben a un consumismo insensato, de las que utilizan la violencia como modo de contacto social ya es una realidad tangible. La perversión de quienes utilizan la delincuencia como modo de vida, la ruindad de los que caminan sin obstáculos por la senda de la corrupción, la inmoralidad de los que ni siquiera tienen una consideración de humanidad hacia sus congéneres ya están instaladas entre todos nosotros y amenazan con trasmitirse miméticamente a nuestros descendientes. Eso es daño antropológico.
¿Cómo revertir esta situación descabellada? No sabemos a ciencia cierta a partir de qué punto se trata de un daño irreversible. Y el ser humano parece tener una capacidad inmensa de recomposición. Sin embargo, a estas alturas se percibe como casi imposible revertir el irrespeto institucionalizado en un nuevo concepto de respeto hacia el prójimo, en un nuevo valor humano que dé relevancia al “buen vivir” antes que a la vida miserable. Pero como en todos los casos, la intención de cambio tiene que surgir de un visible y enérgico primer paso.