@|Sostengo desde hace años que el origen de la anomia se fue dando en el aula y en los hogares.
Para comenzar, recordemos dos definiciones del término anomia: a) “Estado de desorganización social o aislamiento del individuo como consecuencia de la falta o la incongruencia de las normas sociales. b) Trastorno del lenguaje que se caracteriza por la incapacidad de reconocer o recordar los nombres de las cosas. Un síntoma del Alzheimer es la anomia…”.
Dos entornos claves en donde considero comenzó un proceso de ausencia de normas para respetar, fueron las escuelas y los hogares. Paralela y concomitantemente, el deterioro educativo y el familiar también fueron de la mano.
Se aflojó la aplicación de ciertas normas en el hogar, vinculadas a ciertos horarios para levantarse, irse a dormir, almorzar o cenar. Se descuidaron ciertas formas de comportarse en la mesa, vestirse o de expresarse en público. Se flexibilizaron ciertos parámetros en materia de horarios para cumplir algunas tareas o regresar al hogar no más tarde de cierta hora. Se permitió que cada integrante de una familia tuviera pantallas y horarios propios, individuales, autónomos e incontrolables.
Y en la escuela se consideró más importante el contenido de lo que un alumno estaba expresando que su forma. La clave era aceptar su mensaje, no la manera en que era manifestado. Si escribía sin la h o sin tildes, si quedaba en el papel “harrodiyado” y podía entenderse como arrodillado, si decía “a travez” en reemplazo de “a través”, no se le corregía. Importaba la sustancia, no la forma en que se expresaba. Nadie se ocupó de corregir esos errores y llamar la atención a quien los expresaba.
Año tras otro, eso se fue acumulando. Y llegó el acostumbramiento. Todos nos acostumbramos a hablar y escribir sin normas ni reglas y todos miramos para un costado, sabiendo que los errores estaban a la vista u oído de cualquiera que estuviera dispuesto a detectarlos. Pero que se ocupara otro de corregirlos. Nosotros no teníamos tiempo para hacerlo.
Muchos padres pensaron y dijeron “que los eduquen y corrijan en el aula, para eso los envío ahí…”. Muchos docentes, sin importar el nivel o grado del educando, pensaron y dijeron “que los corrijan los que vienen después de mí, yo no tengo ni el tiempo ni el incentivo para hacerlo…”.
Y así fuimos retrocediendo, acostumbrados a que ciertas reglas y normas, si bien existían, no era importante o no era nuestra tarea aplicarlas.
El lenguaje inclusivo no fue más que una lógica consecuencia de todo lo anterior.
Pero más allá de esa consecuencia, el asunto de fondo es otro: la promoción del lenguaje inclusivo fue un paso más (hacia atrás, no hacia adelante) para promover el desafío a varios tipos de autoridad, entre ellas, la Real Academia Española, e ir sembrando cada vez más el caos y la anarquía en todo lo que pudiera entenderse como el orden establecido, las tradiciones y la normalidad en el cabal sentido que esta última palabra implica.
Encontró un gran aliado en la difusión de los mensajes de texto de las redes sociales, en donde la urgencia e inmediatez se anteponen a las formas y corrección del lenguaje.
De ahí a pasar a otro tipo de infracciones y violaciones en otros ámbitos, como es el tránsito, la urbanidad ciudadana, el cuidado del ambiente o la limpieza de los espacios públicos, no hay más que otro paso, siempre hacia atrás.
Sobrevolando o subyacente, este fenómeno tiene una primera y fundamental semilla sembrada con clara intencionalidad: socavar la disciplina y minar el concepto de autoridad en todos los ámbitos posibles.
Educación sin disciplina es pseudo-educación, mejor dicho, no es educación.
A buen entendedor, pocas palabras.