@|“Carnavales eran los de antes”; frase tan repetida que hasta resulta cursi. Desde chico la vengo sintiendo. Primero en boca de los viejos, ahora en boca de los hijos y aún de los nietos de aquellos.
Mi carnaval que empezó en los años 50, fue pleno de momentos felices. No me gustaba que lo criticaran, me rechinaba esa frase, tampoco creía en ella.
Ahora, ya con unos cuantos carnavales a cuestas, llegué a la conclusión de que en parte tenían razón.
¿Por qué? Porque no tenía derecho a dudar de quienes en plena lucidez opinaban sobre lo que era su experiencia. ¿Quién mejor que ellos estaban en condiciones de comparar?
Ellos fueron testigos de esos carnavales súper divertidos. Evocaban las viejas troupes. Los duros enfrentamientos entre la Oxford del “Loro Collazo” y de un Real al 69 de Salvador Granata. Vivieron la época de los “asaltos” (los buenos). De los corsos vecinales, de los carros alegóricos y de los tablados que constituían verdaderas obras de arte. De los conjuntos que cantaban su repertorio completo en todos los barrios.
Tuve la suerte de ver algún retazo de esos carnavales. Fui testigo de ver las iluminaciones fastuosas en los desfiles por 18. Llegué a desfilar a los 9 años, con un cabezudo que me hizo mi padre. Tuve la suerte de ver a los “Negros melódicos”, a los “Fígaros armónicos”, más acá a “Los Gabys”, a Roberto Barry, al gran Pepino con sus “Patos Cabreros”. En 1954 fui testigo de la monumental imitación de Perón que hizo “Cachela” con sus “Asaltantes”. Admiré a Pendota Menoses en su genial “Ghandi”, a Ariel Sosa en su magistral “Pinocho”. Incontables figuras y momentos, imposible de mencionar todos en estas líneas.
Ahora me toca comparar a mí. No voy a cometer la necedad de decir que todo era mejor. De no valorar las voces, los coros, las vestimentas y sobre todo la superación notoria en una categoría: Negros lubolos. Punto y aparte.
Vaya si se criticaba, eso sí, sin discriminación alguna. No quedaba títere con cabeza, ni de tirios, ni de troyanos. Como en toda actividad había límites que no se violaban. Se respetaba a los muertos. Se ridiculizaba, sí, pero sin insultar soezmente. No se completaba la rima con un improperio. Se usaba la doble intención haciendo trabajar la imaginación del espectador que es mucho más gracioso que la idiotez de la obscenidad explícita.
Tampoco vamos a pecar de puritanos. Había humor de “brocha gorda” que se festejaba, pero nunca se llegaba a lo escatológico.
En más de una oportunidad, la comisión del tablado bajaba al que “se pasaba” invocando la presencia de menores.
Hoy día las opiniones laudatorias de algunos “especialistas” están reservadas para aquellos que, con mayor precisión, describen las funciones excretoras o para el que insulta con más “refinamiento”.
Nos dicen que el Carnaval es una fiesta del pueblo. Para ser precisos, actualmente la fiesta es para el 50 % menos uno.