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Keynes o la economía de la demagogia

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Juan Pedro Arocena | Montevideo
@|Milei diría: “el economista de la casta”, pero no seamos tan radicales. John Maynard Keynes publicó su obra magna: “Teoría General de la ocupación, el interés y el dinero” en 1936, en el marco de las catastróficas consecuencias de la “Gran Depresión”. En la crisis del 29, Keynes casi se funde. Su mayor aporte a la economía refiere a esa gran crisis de la demanda que afectó al mundo capitalista altamente industrializado a partir del “martes negro” (29 de octubre de 1929). No se trata acá de enumerar las causas de esa crisis. Digamos solamente que obedeció a un desequilibrio entre oferta (excesiva) y demanda (en retroceso) que se produjo en el período “entreguerras”. En los años de paz posteriores a la Gran Guerra no se mantuvo la demanda agregada provocada por la destrucción masiva de bienes y el consumo improductivo que se registraron durante esa gran conflagración mundial, en una escala hasta entonces desconocida.

Por eso estamos ante una crisis de demanda que tiene dos características: 1) es coyuntural y 2) tuvo lugar en economías desarrolladas, más allá de que sus consecuencias fueron planetarias.

Para salir de esta trampa (Keynes la llamó “de liquidez”, porque la gente prefería retener el dinero y no gastar ni invertir) propone reforzar la alicaída demanda con el gasto del Estado a través de obras públicas financiadas con expansión monetaria. El aumento de la masa salarial y del circulante, impulsan a la gente a deshacerse rápidamente del dinero (antes de que pierda su valor) y la demanda de bienes y servicios se revitaliza. Desde luego que no todos los economistas están de acuerdo en que ésta sea la mejor forma de afrontar una crisis, pero lo que debe quedar claro es que, en todo caso, se trata de superar una coyuntura en economías desarrolladas.

El error radica en aplicar el modelo keynesiano para resolver problemas de demanda estructurales (por oposición a coyuntura) en países con baja productividad y escasa capitalización (por oposición a altamente industrializados). O, dicho de otra forma, cuando se pretende aplicar Keynes en un contexto de subdesarrollo. Allí, la demanda enana, no responde a desequilibrios coyunturales sino a la baja productividad de los factores productivos trabajo y capital. En una economía subdesarrollada, el obrero está poco calificado y produce poco y la inversión de capital es escasa. En ese orden, pretender dinamizar la economía con gasto del Estado y expansión monetaria (emisión) sólo trae inflación. La improductividad del trabajo y del capital permanece incambiada porque obedece a causas sociales y culturales muy profundas. En el corto plazo, el mayor gasto del Estado trae consigo un aumento en la demanda que es financiado con emisión o con deuda o con una mezcla de ambas. Allí la economía se debate entre la inflación y el atraso cambiario. Pero no se genera mayor riqueza, sólo aumenta la cantidad de dinero, por lo que el estancamiento vuelve a presentarse más temprano que tarde.

Así las cosas, cabe preguntarse por qué nuestros países recurren una y otra vez a las recetas keynesianas y a fracasos que se reiteran durante décadas. Las respuestas debemos encontrarlas en el infinito universo de los reclamos populares que encuentran aparente satisfacción en las promesas electorales, carrera en la que se anotan muchos competidores en el afán de llegar al poder.

Son pocos los que como Milei dicen “no voy a gastar porque no hay plata”. Para ganar una elección a partir del enunciado de esta virtuosa consigna, el electorado tiene que haber llegado a sufrir el descalabro total de un modelo keynesiano aplicado en grado de paroxismo como sucedió en Argentina. Pero no nos engañemos. Aplicarlo con cordura, sin llegar al despeñadero y cuidando determinados equilibrios, sólo mantiene la medianía. Es un modelo en el que las tasas de crecimiento son endémicamente bajas, con lo que la distancia que nos separa del desarrollo económico, en el mejor de los casos, se mantiene incambiada.

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