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Kruschev y Kennedy

Alejandro Nelson Bertocchi | Montevideo
@|En uno de sus tantos memorables discursos, el Presidente Kennedy, apenas a dos meses de la pionera firma del “Tratado de prohibición parcial de ensayos nucleares”, nos dejó claro uno de los aspectos más comprobables de lo que fue la controversia EE.UU. vs URSS hasta la disolución de ésta última en 1991, donde nunca llegaron a las manos, con las siguientes frases:

“Entre los muchos rasgos comunes a los pueblos de nuestros países, EE.UU. y la Unión Soviética, ninguno más acentuado que el odio a la guerra. Ejemplo casi único entre las grandes potencias del mundo, ellos y nosotros jamás hemos estado en guerra. Y ningún país en la historia de las contiendas universales ha sufrido nunca como sufrieron los rusos durante la Segunda Guerra Mundial” (10 de Junio de 1963).

Fueron palabras libradas luego de apenas catorce meses de desatarse la crisis de los misiles establecidos en Cuba en la cual, según una mayoría de historiadores, el mundo se halló muy cerca de un holocausto nuclear.

En este preciso capítulo, dado sobre nuestro mismo continente, entre otras cosas sobresale netamente la posición belicista e irracional del régimen de los Castro, que intentó proseguir con el intento de convertir a su isla en una plataforma de peligrosa provocación hacia su inmediato vecino.

Como es reconocido, ello condujo a un imprescindible acuerdo entre dos grandes figuras de su tiempo como fueron quienes se hallaban al frente de los destinos de sus países: John Kennedy y Nikita Kruschev, ambos veteranos de guerra (el Premier ruso perdió uno de sus hijos en la lucha y se halló al frente en Stalingrado y el Presidente estadounidense combatió en Guadalcanal); quienes entendieron rápidamente algo muy claro: que el arma nuclear era plenamente definitiva y debía sofrenarse quedando establecida sobre seguras manos.

Sus resultados fueron inmediatos: retirada de las armas misilísticas en Cuba, Italia y Turquía, la negación de una invasión estadounidense a la isla y la sabia creación del “teléfono rojo”, comunicación directa entre la Casa Blanca y el Kremlin.

Kruschev, en una de sus multitudinarias visitas a La Habana, ya superado el hecho anterior, declaró en un largo discurso, frente a un nervioso y perplejo Fidel, que la guerra no era lejana al mundo ruso y que lo que Mao pregonaba críticamente desde Pekín, con su política dura contra el “imperialismo”, no eran más que bravatas.

“Algunos camaradas de fuera de este país, (Pekín) pretenden que Kruschev lo está estropeando todo. Os diré, una vez más, que quisiera ver qué clase de condenado estúpido es aquel a quien no le hace temblar una guerra. Únicamente los niños o los retrasados mentales no le tienen miedo, porque no saben lo que es” (Diciembre de 1963).

Y el mundo fue testigo de cómo culminó este capítulo que conforma algo que resultaba plenamente lógico. Pero al momento en el que los soviéticos retiraban sus ingenios nucleares de la isla, la furia castrista desataba una tragicomedia en sus acostumbrados medios con aquel lamentable sonsonete que es plenamente representativo de la particular intimidad de su oscuro régimen: “Nikita, mariquita, lo que se da no se quita”.

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