Esteban Szabados | Brasil
@|El 1° de enero pasado me levanté temprano y saqué a pasear el perro por la vereda que da a la orilla de la playa de Caraguá.
Habíamos pasado unos días en el litoral de San Pablo con motivo de las fiestas.
Varios casos de gastroenteritis y un brote vírico afectó a muchísimos turistas, inclusive a mí.
Pasé dos días con fuertes dolores abdominales. Se habló de problemas con el agua potable, el agua del mar, los alimentos o el aire; incluso todo a la vez.
Parecía una pandemia, según relataron algunos.
Por el camino, junto a mi perro, vi los desechos en la vereda de la fiesta de la Noche de Fin de Año y del Año Nuevo. Una festichola al aire libre, con el cielo estrellado como techo, que dejó un reguero gigantesco de vasos de plástico, botellas de champaña y cerveza, cartón y papeles como símbolos de una reunión de liberación de la ansiedad, la depresión, la frustración y el sufrimiento que nos aqueja.
Buscamos un escape placentero a problemas preocupantes y reales.
Pero parece que perdimos la consciencia del desastre ecológico que estamos haciendo a nuestro alrededor. Ese plástico irá al mar, a los ríos, a los cuerpos de los peces con los que nos alimentamos y al final a nuestros interiores.
La contaminación ambiental ya está constatada: arrojamos once millones de toneladas de plástico cada año, según Mark O’ Connell del “New York Times”. Pero estamos ciegos porque vivimos una cultura del plástico que ya comemos, bebemos y respiramos.