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¡Por Dios! ¡No somos lo mismo!

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Juan Pedro Arocena | Montevideo
@|Algunos economistas tienen el síndrome del martillo, que piensa que todos los problemas son clavos. Reducir el déficit fiscal, anularlo o incluso proponerse llegar a un superávit sería importantísimo para la agenda del desarrollo económico. Se habría eliminado el principal (por no decir el único) factor que genera en el largo plazo el flagelo de la inflación. Se evitaría la permanente factura que toda la sociedad le pasa día a día al sector exportador (el de las ventajas comparativas, el que debe dar la campana de largada de nuestro desarrollo) al abatir genuinamente el atraso cambiario. Pero siendo muy importante, el equilibrio fiscal no es la única realidad en juego. Aunque lo fuera, tampoco allí somos lo mismo, porque no es lo mismo apoyar a media máquina o cuando menos no condenar sin ambages una reforma constitucional que implicaría un aumento del gasto equivalente a 10 puntos del IVA a hacer campaña decididamente en su contra.

Fuera de la realidad económica (que por importante que sea, es sólo una parte de la realidad) desde luego que tampoco (mucho menos aun) somos lo mismo. Y no solamente porque en la CR condenamos claramente a los regímenes dictatoriales como Cuba, Nicaragua y Venezuela, mientras que los líderes frenteamplistas se sacan fotos abrazados con los dictadores y vistiendo el uniforme de los militares que los sostienen en el poder. ¡Por Dios! No tenemos en común ni siquiera la misma visión del Estado y de la sociedad. Los frenteamplistas persisten en la concepción de un Estado empresario y corporativo. La izquierda sigue pensando en imponer su paradigma social (muy confuso por cierto desde la caída del socialismo real) penetrando en lo que para nosotros es el sagrado inviolable de la libertad individual, desde la dieta hasta la ley de talles, la de medios, las cuotas paritarias de la ideología de género o el mercado de alquileres. Nuestra concepción de la democracia es política, la de ellos es económica. Nuestra concepción de la igualdad es moral, la de los individuos ante la ley, la de ellos es de índole material.

Los frenteamplistas persisten en el análisis de la sociedad en función del “carácter de clase” (algo que heredan del leninismo y que les cuesta abandonar porque han sido formados intelectualmente en esa escuela) lo que les hace tener una visión hemipléjica nada menos que del enorme tema de los derechos humanos. Para un frenteamplista de ley, las guerrillas y los terrorismos de izquierda nunca violaron derechos humanos. Tampoco las dictaduras de izquierda. Esas violaciones provienen sólo de la derecha, porque en su concepción clasista de la sociedad, es la derecha la que está al servicio de los intereses de la burguesía o de la oligarquía, los colectivos sociales que conforman “el enemigo”.

La izquierda concibe a los sindicatos desde su visión corporativa (algo que la emparenta con el fascismo) por lo que una central sindical debe ser un operador que opina sobre todos los temas nacionales como cuerpo político partidario. Lo hace en función de una representatividad de clase social no legitimada por el sufragio garantista sino desde la mera declaración por sí y ante sí: “representamos a todos los trabajadores”. Y no sólo en materia laboral sino opinando y presionando en la agenda política y económica, cuya responsabilidad e iniciativa, en todo sistema democrático recae sobre las autoridades legítimamente electas.

Decir que somos lo mismo, no es sólo un reduccionismo falaz. El error, por decir lo menos, es bastante mayor como mayores son nuestras diferencias. Ellas consisten también en tomar partido por el expansionismo de Putin o defender la inviolabilidad territorial de las naciones. Es tomar partido por Israel o Hamás. Es estar del lado de las democracias occidentales o de la teocracia iraní.

En suma: es haber estado desde siempre a favor de la libertad.

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