@|No sabemos si aún faltará algún aspecto objetivo por comentar sobre la tan peculiar final de fútbol de 1950 que, a lo largo de los últimos 72 años, no haya sido citado por buena mayoría de los medios deportivos del mundo. La selección uruguaya obtuvo ese título en buena ley – en condiciones no precisamente favorables – y provocó que todo un país, con las dimensiones demográficas de Brasil, terminara inundado en lágrimas de desazón, desconcierto e incredulidad.
A escasos días del inicio de otro mundial de ese deporte, con enfoque subjetivo y algunas conjeturas intentaré rescatar – una vez más, aunque desde otro ángulo – lo acontecido en ese inolvidable domingo de aquel año.
¿Quién fue George Reader? Pues bien, fue el árbitro de la Final entre Uruguay (2) - Brasil (1) , el 16 de julio de 1950, en el estadio Maracaná de Río de Janeiro.
Por ser lo que hemos sido a nivel del fútbol mundial, Uruguay ha representado tal incongruencia histórica que, muy a pesar de sesudas teorías, nadie ha logrado y seguro no podrá desentrañar el “misterio” del por qué un país con diminuta población comparativa en el mundo ha conseguido tantos lauros futbolísticos internacionales. Pero el éxtasis en tales éxitos lo identificamos sin duda con ese triunfo en Brasil arrancado de las entrañas y alma – natural y previamente eufórica entonces – de nuestro rival norteño.
Por cierto, un Vice Campeonato jamás podía ser imaginado por tan masiva concurrencia a un estadio construido para esa contienda mundialista, ni por los 70 millones de ciudadanos brasileños de la época, y que dejó en estado de shock social al país entero. No exageramos: se inauguraba el escenario más grande del mundo para festejar el 1er. Campeonato del Mundo para Brasil, en su propia casa.
Este alegato se compatibilizará con la actuación que le cupo al señor George Reader en la cancha del Maracaná.
En efecto, todas las garantías estaban dadas para el anfitrión, a tal extremo que cuando la “verdeamarela” empató con Suiza en fase inicial, Brasil cuestionó el arbitraje de un juez español y solicitó que el resto de sus encuentros se condujeran con árbitros ingleses, según relatan varias crónicas. ¡Qué contrasentido!... pensarían muchos norteños luego.
Reader estuvo “más allá” de la altura de las circunstancias. Pues hay que ponerse en la piel de ese hombre para administrar justicia, imbuido de absoluta imparcialidad, con encomiable ecuanimidad y mantenerse ajeno al ensordecedor y agobiante griterío de las 200.000 almas tribuneras; y primordialmente sabiendo que la fiesta estaba más que prevista y organizada (y si no, recordemos el desconcierto del Presidente de la FIFA, el veterano Jules Rimet al finalizar el partido) para el anfitrión; sabiendo que la consagración brasileña (aún con un empate en el resultado) como dueño de casa era un hecho pregonado y descartado.
Uruguay era un país treinta veces menor en población que Brasil y por tanto, con un micro peso político y comercial en el concierto mundial; sabiendo que cualquier “error” arbitral no tendría la mínima consecuencia porque “la lógica” de las circunstancias lo justificaban a priori. Las herramientas para registrar imágenes eran precarias o inexistentes como para detectar con seriedad y aceptable precisión cualquier “error” eventualmente reprochable; en definitiva, sabiendo que difícilmente sería juzgado por una “equivocada” administración de justicia en el campo de juego en las desproporcionadas y peculiarísimas circunstancias en que jugaban ambas selecciones nacionales.
Los uruguayos, estimo, no solamente debemos recordar con regocijo futbolero la Copa del Mundo lograda en ese año, sino también atesorar en nuestra memoria colectiva un aspecto si se quiere hasta anónimo, como fue el arbitraje de esa final por parte de la terna del Reino Unido encabezada por el veterano árbitro Señor George Reader; apreciando con ello que no solo la pelota recorrió la cancha hasta ser sacudida por los goles de Schiaffino y Ghiggia, sino que también un nítido céfiro con aroma de moral y de ética profesional sopló cual testigo mudo y ejemplarizante durante 90 minutos sobre el césped y las gradas del Maracaná.