Sociedad desvaída

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@|Al final de la misa dominical, después del Ave María, el sacerdote, encorvado, nos pidió que nos sentásemos. Quería reprendernos. Habló con el micrófono fuertemente sostenido entre sus dos manos: “Es un absurdo. Es el colmo. Una madre quiere bautizar a su hijo en esta iglesia, y eligió por padrinos a personas que no son católicas. No puede ser. El Derecho Canónico establece...”. Inmediatamente ligué varias ideas en ese momento.

En primer lugar, muchas personas bautizan por simple superstición a sus hijos. Creen que así se librarán de muchos males: enfermedades, falta de dinero, vicisitudes laborales. Por otra parte, esperan éxitos, comodidad. Pero la cuestión religiosa queda en un segundo plano, o hasta no cuenta, porque nunca más pisan una iglesia. Si los padrinos son creyentes, como debe ser, tienen la obligación moral de integrar a su ahijado a la comunidad cristiana. En esa casa común se convive y se absorbe la cultura, que contiene valores sociales.

La familia es la primera escuela de estos valores (solidaridad, fraternidad, empatía); el instituto de enseñanza, la religión organizada (cristianismo, judaísmo, islamismo, hinduismo, taoísmo, budismo) y el barrio también constituyen ese tejido que es la base de la cultura.

Algunos sociólogos advierten que el cambio de rumbo de la sociedad, que va hacia un individualismo excesivo, precisa una comunidad política para sustentarse. Según el filósofo François Jullien (1951, Francia), nos encontramos en un simulacro, una ficción.

Como el edificio que se levanta sin cimientos, la sociedad sin un tejido de valores construidos en comunidad se resquebraja, se divide. Una sociedad debe estar unida por los valores que la cultura produce. Para que la predicción de los sociólogos no se cumpla, nuestro trabajo de hormiguitas es buscar la integración de todos en todos los ámbitos de la vida.
No cabe duda de que la bronca del cura es un síntoma (efecto, consecuencia) de una crisis social profunda.

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