@|Todo ser humano, sin distinción de género, raza o estrato social, nace y muere.
Puede o no tener hijos, puede que escriba un libro o que no lo haga, puede elegir plantar o no un árbol. Pero lo que sí o sí pasa, es que en algún momento nace, y en algún momento muere.
El nacimiento tiene ciertos parámetros biológicos temporales. ¿Qué quiero decir con esto?
Sin contar el tiempo en que uno puede desear la llegada de un hijo, desde que sabe de su existencia hasta que nace, pasan alrededor de 36 semanas.
Con la muerte los cálculos se vuelven más difíciles. Puede ser temprana, repentina, esperable (“se la puede ver venir”), hasta deseada cuando el sufrimiento es insoportable.
Es personal, única, irrepetible e intransferible.
Si es algo por lo que todos vamos a atravesar, ¿por qué cuesta tanto hablar de ello? ¿Por qué no preparamos a nuestros hijos? ¿Por qué a veces ocultamos la muerte de un ser querido?
Esto vale desde el abuelito hasta la tortuga Margarita que fue al veterinario y todavía no vuelve. Creo que como adultos podemos dar un mejor ejemplo; y si no sabemos cómo: pedir ayuda. Eso también es parte de lo que les transmitimos como enseñanza.
¿Y si prendemos una vela y pedimos que esté en paz? ¿Si damos lugar al duelo? ¿Si nos conectamos con nuestra propia finitud? Frente a los niños podemos reconocer también que no tenemos las respuestas a muchas de sus preguntas. Eso no nos hace mejores ni peores padres: nos hace humanos.
Y quizás, en algún momento, podamos entender que aceptar la muerte y abrazar la vida es siempre la mejor opción.