@|Cada tanto asistimos a una “embestida baguala” de la IMM que, si bien basada en las normas comunales, atenta contra ciertos principios básicos de convivencia: la imposición a los propietarios de fincas urbanas de la carga de reparar las veredas a su costo.
En el ámbito del Derecho Civil la responsabilidad indirecta, o sea la imputación en forma objetiva a un tercero del daño ocasionado por el actuar de otro, si bien se acepta excepcionalmente, está condicionada a lo que Gamarra Gamarra, J. “Tratado de Derecho Civil Uruguayo”, Tomo XX, Vol. 2, parte IV, págs. 326 y 333., citando doctrina francesa, refiere como “ejercicio de un poder permanente de control”; o sea que ese responsable indirecto esté “encargado de organizar, dirigir y controlar, a título permanente, el modo de vida del que será autor directo del daño”.
Es que la imputación de responsabilidad -y consiguientemente la obligación de resarcir un daño- debe surgir necesariamente de un obrar consciente o negligente del imputado; salvo situaciones harto excepcionales que caen muy lejos de este caso, sea cual sea la fuente del daño no procede obligar a resarcirlo a quién no tuvo arte ni parte en su acaecimiento.
Sin ese contenido faltaría la referencia a lo que los penalistas denominan como “dominio del hecho”, o sea el poder de conocer, controlar o gestionar los hechos que dan lugar al nacimiento de la obligación de la cual se le hace cargo, de los cuales podría surgir algún deber o carga cuyo incumplimiento pudiese reprocharse al responsable como fundamento de su obligación.
Es obvio que el mero vínculo de adyacencia del propietario de un inmueble con la vereda a su frente, lejos está de ponerlo en la situación de tener que hacer frente al costo de la reparación, salvo naturalmente que haya sido él quién ocasionó la rotura. Esa exigencia llega al paroxismo de lo absurdo en casos, no poco frecuentes, en los que quien precisamente le demanda la reparación del daño -la IMM- es quien omitió un deber o carga cuyo incumplimiento lo ocasionó: cuidado de árboles del ornato público cuyas raíces rompen las veredas.
Es que el Derecho se alinea con el sentido común, o como diría un jurnaturalista de los que redactaron nuestra Constitución, el legislador no crea, sino que recoge lo que está ínsito en el criterio de las gentes. Y es del más palmario sentido común que el buen señor o señora que mora el tal inmueble no tiene medios o incluso muchas veces información para prevenir el daño causado en su vereda y, mucho menos, evitarlo una vez en vías de consumación.
¿Debería vigilar día y noche el buen uso de “su” vereda? ¿Impedir que cuadrillas de obreros, organizadores de pedreas nocturnas, raíces de árboles, etc. operaran su destrucción? ¿Con qué medios?
Nótese que con la misma lógica atravesada habría que imponer a los mismos sujetos la reparación de la calzada frente a sus domicilios porque el supuesto principio en que se basa la demanda no tiene porqué detenerse en el cordón de la vereda. Y exigirles a los propietarios de predios rurales frente a carreteras, la reparación de esas vías para no contribuir a la grieta campo-ciudad.
En suma, es hora de derogar esa absurda disposición municipal y poner la carga de la reparación en cabeza de quién tiene los medios para evitar el tal deterioro.