China y Estados Unidos

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En la apertura conjunta a las dos grandes potencias del siglo XXI está gran parte del desafío internacional de abrirnos al mundo, con premura y sentido de interés nacional, que tendrá la nueva administración.

El acuerdo comercial al que llegaron recientemente China y Estados Unidos plantea la relevancia internacional de estas dos superpotencias económicas, que tiene grandes consecuencias incluso para países tan alejados de los centros mundiales de decisión como son los de menor peso de nuestra Sudamérica.

Estados Unidos sigue siendo la principal potencia mundial. Lo es sobre todo y antes que nada en materia militar, a una distancia enorme de cualquier otro país importante en la materia, llámese China, Rusia, India, Francia o Gran Bretaña. Pero lo es también en materia económica: el corazón de la innovación y del emprendeurismo sigue estando en Estados Unidos, y sobre todo en California; Washington es potencia mundial en producción agropecuaria y en producción industrial, con su enorme y pujante mercando interno; y en estos años también pasó a destacarse como principal productor y exportador de energía, a la par de los principales países en la materia, como por ejemplo Arabia Saudita.

China ha procesado en estos 40 años cambios fenomenales que la han llevado a ser la segunda potencia económica mundial.

No solamente su crecimiento sigue siendo comparativamente muy alto, sino que ha logrado empezar a destacarse en materia tecnológica. Con Xi Jinping al mando desde 2013, se ha afirmado en su objetivo de ser un actor mundial de primer nivel, como ilustra su nueva ruta de la seda, hecha de principalísimas inversiones en infraestructura por diversos continentes en el mundo, de forma de alcanzar sobre todo los principales centros de provisión comercial de Europa Occidental, entre otros puntos de Europa y Asia.

En materia militar, las inversiones chinas han crecido fuertemente, y su ambición es la de hacerse fuerte en la región Asia Pacífico, donde la presencia militar estadounidense es muy importante, y también empezar a participar con protagonismo en el arbitraje de situaciones de crisis internacionales de peso, como puede ser por ejemplo, la evolución del problema nuclear iraní o la activa definición en temas de terrorismo en Asia Central.

Toda esta dimensión estratégica internacional parece muy alejada de nosotros. Sin embargo y a pesar del reciente acuerdo comercial bilateral, los primeros sacudones de este enfrentamiento de potencias han empezado a llegar a nuestra región. Por un lado, las inversiones en infraestructura y en explotación de materias primas relevantes para los procesos de industrialización chinos ya han llegado a Sudamérica: desde Vaca Muerta en Argentina hasta infraestructura portuaria y aeroportuaria en Perú o Brasil, el peso del dinero y el financiamiento chino ya es hoy muy importante.

Por otro lado, el particular enfrentamiento que está teniendo Washington con Pekín por causa de la conexión 5G, que liga intereses de competencia en la producción de teléfonos celulares con competencia también en las plataformas que esos celulares utilizan -es decir, que involucran a los intereses de la poderosa Huaweih china con los de la poderosísima Google estadounidense-, termina teniendo consecuencias para todo el mundo: si efectivamente en poco tiempo más no podrá utilizarse el servicio de Google en los celulares de origen chino, entonces las opciones por uno u otro modelo obligarán a alineamientos estratégicos que irán mucho más allá de lo meramente comercial o tecnológico.

En este esquema, el Uruguay del Frente Amplio (FA) ha jugado a abrir el juego a China. Desde acuerdos que promueven los centros culturales Confucio en el país, hasta transformarnos en la puerta del Atlántico Sur para el proyecto de la nueva ruta de la seda china, el énfasis ha estado marcado por seguir los intereses chinos, sin por ello defender nuestros propios intereses nacionales, que pasan, claro está, por un mayor y mejor acceso a los mercados de ese país.

Cegado ideológicamente, el FA ha sido incapaz de profundizar los vínculos internacionales con la principal potencia del mundo como es Estados Unidos: perdió en 2006 el tren de un acuerdo de apertura comercial bilateral que nos hubiera cambiado la vida, y quedó luego en actitud sonámbula sin atinar a tomar ninguna iniciativa seria en la materia.

En la apertura conjunta a las dos grandes potencias del siglo XXI está gran parte del desafío internacional de abrirnos al mundo, con premura y sentido de interés nacional, que tendrá la nueva administración que alumbrará a partir de marzo. La tarea es posible y realizable. Se precisa voluntad e inteligencia, algo que no faltará en el nuevo equipo de cancillería.

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