En este febrero se cumplirán cinco meses de que el jefe de seguridad del presidente Lacalle Pou fue detenido a la orden de la Fiscalía de Flagrancia de 12º Turno, imputado de participar en la venta de pasaportes fraguados, mediante partidas de nacimiento apócrifas por las cuales más de una docena de rusos figuraban como hijos de uruguayos y pasaban por ciudadanos naturales, amparados por la segunda parte del art. 74 de la Constitución.
La sorpresa sacudió a la República. Pero el asunto no se acotó al caso aislado. Hacia atrás, la detención de Astesiano resonó en los ecos del vituperable caso Marset, por el cual el narco, que estaba preso en Dubai por ingresar con pasaporte paraguayo trucho, logró su libertad usando un documento verdadero que se le hizo llegar en mano, merced a lo cual pasó a la clandestinidad intercontinental hasta ahora. Y hacia adelante, el goteo de los chats requisados convirtió al caso en un verdadero culebrón, vocablo de entrecasa que recogió el Diccionario de las Academias Hispanoamericanas, definiéndolo como “telenovela sumamente larga y de acentuado carácter melodramático” y entendiendo por melodramática “la obra teatral, literaria, cinematográfica o radiofónica en la que se acentúan los aspectos patéticos y sentimentales”.
De eso se trata precisamente: con la agravante de que el patetismo es jurídico y los sentimientos en juego son nada menos que los democráticos, por lo cual resultan del más alto interés público.
Al asunto lo han salpicado temas laterales: la Fiscal pidió ser trasladada y el Fiscal de Corte se lo negó; sobre la marcha, la Fiscal se expidió reiteradamente por tuits… Esa clase de episodios en las telenovelas sirven para esturar pero en un proceso grave, han resultado un adefesio. Indigerible para un país que estuvo acostumbrado a que Jueces y Fiscales no brotaban de nombramientos ni de trámites posteriores a los hechos: surgían de una planilla anual, preordenada objetivamente por fechas y numeración de turnos ineluctables, y todos los Magistrados se pronunciaban por resoluciones y fallos, no por habladurías.
Los chats trascendidos aparecen vinculados a lo dicho o actuado en esferas de gobierno por el ex custodio presidencial. Surgen indicios de abusos contra gremialistas y hasta posible violación de fueros de legisladores, pero como se trata de trascendidos sueltos estamos hasta ahora sin saber si los díceres del involucrado se efectivizaron en hechos o se integraron a una voluntad administrativa con competencia o fueron meras balandronadas.
Es contrario al interés general que un goteo de chats obre como difamación oblicua y transforme la limpidez de una indagación en arma para el coto de caza electoral.
Pues bien. Es tiempo de poner orden. Igual que la Naturaleza, el Derecho tiene horror al vacío. Por tanto, mientras esperamos -¡más todavía!- que se unifique la probanza con la mirada conglobante que manda la ley, mientras aguardamos se separe el trigo, la paja y la cizaña, nuestro Estado de Derecho no debe quedarse cruzado de brazos. Es que hay en juego cuestiones de orden público.
La primera que salta a la vista es el origen de las filtraciones. ¿De dónde salen los chats? Indudablemente es legal que la prensa los publique cuando los consigue, pero no es lícito entregarlos si pertenecen a una carpeta reservada, bajo análisis por acusador competente.
En cualquier caso, es de orden público determinar si salieron de una oficina fiscal o policial o si eso quedó descartado tras investigarlo formalmente un Magistrado independiente.
No salta a la vista pero no merece pasar inadvertido que el Poder Ejecutivo ha respetado escrupulosamente la independencia de la investigación, sin darse a los tironeos que hoy son habituales en el vecindario.
Tras admitir frontalmente que se equivocó al designar guardián -errata in eligendo, prevista por los romanos 2200 años atrás-, para el presidente Lacalle Pou es un timbre de honor la espera de procedimientos que escapan a su órbita. Ratifica la pasión nacional por la separación de poderes y la libertad de los dictaminantes. Su ejemplo merece más atención que los chats de un preso por coimero y falsificador, fanfarrón por añadidura.
En definitiva, es contrario al interés general que un goteo de chats obre como difamación oblicua y transforme la limpidez de una indagación en arma para el coto de caza electoral.
Por encima de los mandatos transitorios, están los principios del Derecho aplicados por resoluciones y sentencias tan prontas como sea posible. Y en este tema indeseable, es a ellas, y no al chismorreo, que debemos apostar nuestro destino más allá del lema que votemos.