Noticias de esta semana nos trajeron a la memoria una escena memorable de aquel film de Federico Fellini, La dolce vita (1960). Un barrio de Roma se ve convulsionado por la aparición milagrosa de la Virgen María ante un par de niños. Se moviliza al lugar un público multitudinario, el caso es seguido por toda Italia a través de los canales de televisión y las emisoras de radio. Todos quieren atestiguar y registrar el prodigio. Bajo una lluvia torrencial, los niños que juraban haber visto a la Virgen se ponen a corretear de un lado a otro prometiendo que va a aparecer de nuevo acá y allá, perseguidos por la gente enfervorizada. Se ríen entre ellos: simplemente estaban jugando.
Algo semejante parece haber pasado con el caso Penadés.
La misma persona que lo enterró de cabeza con una acusación gravísima -que fue ampliada después por otras denuncias similares- ahora reconoce que todo fue un juego: “gran parte de la causa está armada”, declaró Romina Papasso. Como ella misma ha recibido una denuncia de abuso sexual que asegura que es falsa, admite que esto “le cambió totalmente la cabeza” y que ahora quiere declarar a favor de Penadés.
Va más allá: incrimina tanto a un raterito chantajista que ganó notoriedad con el caso, haciéndolo responsable de la obtención de denunciantes truchos y fotos sacadas de contexto, como al estudio jurídico de la Udelar, al que acusa de preparar falsos testimonios: “yo vi cómo les decían lo que tenían que decir, antes de ir a las pericias. Una locura”.
La persona que ahora se retracta es la misma que en otro momento armó un zafarrancho contra el actual presidente Yamandú Orsi, oportunamente desarticulado por el mismo periodista de televisión del que hoy los frenteamplistas abominan.
Hoy se abren nuevas interrogantes que, seguramente, tendrán menos divulgación pública que el escándalo que hundió al exsenador. Si la mentada Papasso lo dice para tapar otra denuncia que se cierne sobre ella… Si el famoso Mastropierro recibió plata para cambiar declaraciones… El interés periodístico corre detrás de dos personalidades extravagantes, de las que podría decirse tanto que padecen de algún trastorno como que asumen conscientemente un comportamiento lumpen.
Mirando el asunto con la debida distancia y sin aventurar juicios sobre la inocencia o culpabilidad del exsenador, da un poco de vergüenza ajena que su vida y prestigio dependan de las veleidades de semejantes sujetos. Y vale la pena preguntarse qué nos pasa como sociedad, que somos tan rápidos en sepultar el honor de una persona por la maledicencia de desequilibrados o corruptos que se venden al mejor postor.
Mientras se lleva al naufragio a un político de primera línea disparándole por debajo de la línea de flotación, poco éxito se tiene en el combate a los abusos intrafamiliares que solo se difunden públicamente cuando han ocurrido tragedias, como femicidios y filicidios en el interior de los hogares.
La secuencia mencionada al principio de la célebre película de Fellini culmina de manera terrible: en la desesperada búsqueda de esa Virgen María inventada por los chiquilines, un niño muere aplastado por la turba que detrás de eso se desencadena.
La madre llora su muerte, evocando paradójicamente la escena que inmortalizara Miguel Ángel en “La piedad”. Es una María verdadera la que queda allí padeciendo su martirio, en un hecho provocado por la mediatización banal de la superchería en torno a su propia imagen.
Los uruguayos debiéramos preguntarnos si los temas mediáticos realmente coinciden con los importantes. Si no nos distraemos en escandaletes inventados por lúmpenes, para destruir a un persona de públicas virtudes con la exhibición de sus vicios privados, mientras barremos durísimos dramas sociales debajo de la alfombra.
Si la celeridad del sistema de justicia es la misma cuando no hay intereses o favoritismos políticos implicados en los casos.
Si, además, los comunicadores damos más trascendencia a los clics que generan nuestros titulares, que a su trascendencia e impacto en la sociedad.
Bueno es que hayamos evolucionado hacia una ética de respeto integral a los derechos de las minorías, abandonando una práctica de avasallamiento que caracterizara nuestra antigua “cultura bárbara”.
Y malo, pésimo, es que incurramos en la sobreactuación de validar testimonios espurios, fabricar declaraciones a la justicia y sobredimensionar a personajes nefastos, convirtiéndolos en celebridades mediáticas.