La aparición del cadáver del maestro Julio Castro mostró una realidad hasta ahora tan desconocida como infame de la dictadura instalada en nuestro país a partir de 1973: la ejecución de presos políticos, el asesinato frío y despiadado de una persona indefensa y maniatada a quien se le descerraja un balazo en la cabeza. Duele, hiere y estremece esta noticia que desnuda el rostro más aberrante de un régimen que salpicó de atrocidades nuestra historia, aunque nunca pensamos que había alcanzado extremos de matar solo por matar. La degradación total del ser humano.
El maestro Julio Castro había nacido el 13 de noviembre en el paraje La Cruz en el departamento de Florida y era el menor de 11 hermanos. Estudió Derecho pero bien pronto descubrió que su verdadera vocación era enseñar a los niños. Fue maestro, director e inspector de escuela. Proveniente de una familia con profundas tradiciones blancas, militó en el Partido Nacional desde muy joven. Acompañó a su entrañable amigo Carlos Quijano en todos sus proyectos: políticos y periodísticos. Se incorporó a la Agrupación Nacionalista Demócrata Social que impulsó Quijano y junto con él y Arturo Ardao fundaría luego el diario El Nacional (blanco) y más tarde el histórico semanario Marcha (23 de junio de 1939 hasta su clausura por la dictadura el 22 de noviembre de 1974) que marcó a sangre y fuego -para bien o para mal- a toda una generación de jóvenes intelectuales. Su oposición y militancia contra la dictadura de Gabriel Terra (marzo 1933-marzo1938) le significó un tiempo en la cárcel tras el fracaso de la revolución encabezada por el caudillo blanco Basilio Muñoz. Castro desarrolló una extensa labor en el área educativa en el Uruguay y en toda América Latina, pero fue en la tarea periodística que descolló. En 1971 fue fundador del Frente Amplio, aunque siempre mantuvo una relación muy fluida con el líder nacionalista Wilson Ferreira Aldunate, a quien había llevado a Marcha como crítico cinematográfico.
No hay nada en el pasado que lo vincule a actividades terroristas o subversivas, aún para los que ocuparon ilegítimamente el poder a partir de 1973. Solo su acendrada vocación antiimperialista y democrática que lo ubicaba -como a tanto uruguayos- en el honroso bando de los enemigos de las dictaduras. Privado de su libertad en el Cilindro tras el cierre de Marcha, viajó luego a México pero regresó al poco tiempo. Esta era su patria y aquí debía librar la batalla, que canalizó mediante la ayuda a algunos periodistas presos y personas sin mayor peso político que eran buscados y debían salir del país. No empuñaba las armas; solo sus ideas, sus convicciones y su solidaridad. Tal vez demasiados valores humanos para un régimen ensoberbecido y prepotente.
Castro fue detenido en agosto de 1977 -en la época más negra de la dictadura- a los 68 años de edad. Los testimonios dicen que fue torturado y luego desapareció. Cuando el expresidente Jorge Batlle inició el camino del reencuentro con la Comisión para la Paz, lo datos aportados por los mandos del Ejército señalaron que Castro había muerto como consecuencia de los apremios, sus restos desenterrados, incinerados y sus cenizas tiradas al mar. Mentirosos y asesinos.
Si algo de positivo tiene la verdad hoy revelada, es reavivar el recuerdo de todo lo que pasó. De cómo un grupo de iluminados se alzó en armas contra las instituciones en la década del sesenta, sembró vientos de terror, desató tempestades que arrasaron el país durante una década y lo sumió en las tinieblas oprobiosas de un golpe de Estado. El precio de aquellas insanías fueron muertes injustas y dolorosas, de soldados y policías que enfrentaron a la guerrilla y de sacrificados ciudadanos que, con el advenimiento de la dictadura, lucharon para imponer la democracia. Todos cayeron para que alumbre la libertad. Vaya paradoja: también los crímenes que se cometieron fueron invocando su nombre, sin reparar que cada ser humano es el verdadero y auténtico dueño de ella.
Que la bala que mató a Julio Castro nos enseñe a vivir con dignidad.