En Venezuela fue reelecto el presidente Chávez por más del 54% del total de los votos. Fue una victoria contundente porque la participación electoral fue históricamente alta. Ningún observador internacional ni los integrantes del bloque favorable al candidato Capriles denunciaron la existencia de los tan temidos fraudes electorales que pudieran torcer la decisión soberana. En cifras absolutas, la comparación con las elecciones de 2006 muestran una evolución que no se ha marcado lo suficiente, pero que importa valorar en el futuro político de ese país: en cifras redondas, en seis años, Chávez pasó de 7.300.000 votos a 8.133.952 votos ; y el candidato opositor, de 4.300.000 a 6.498.527 .
En todo este asunto y visto desde estas latitudes, la enseñanza más importante que nos deja la elección venezolana es el enorme problema de valoración de la calidad democrática que tenemos en nuestro continente. Comentaristas de distintos horizontes, y en particular de izquierda, fueron claros al momento de subrayar la legitimidad de la elección en Venezuela. Pero no lo fueron tanto para denunciar las enormes diferencias que existieron en los meses previos de campaña electoral.
Capriles, en este sentido, sí fue claro: se trató de una batalla entre David y Goliat. No hubo garantías de igualdad de trato para las propuestas de los candidatos en los medios de comunicación públicos, y hubo una declarada campaña pro-reeleccionista de las distintas instituciones estatales al servicio de Chávez. Esa abrumadora diferencia hacia un candidato y hacia el otro, evidentemente, tuvo consecuencias sobre la formación de la opinión ciudadana. Independientemente de la valoración que cada uno pueda hacer de los años de administración chavista, la sumatoria del poder público a favor de una candidatura, siempre, disminuye la calidad democrática de la institucionalidad del país.
En nuestra América, tan acostumbrada a los golpes de Estado y a las dictaduras en el siglo XX, parece como que fuera suficiente asegurar un día de elecciones sin fraude y con participación popular masiva, para que todos se persignen frente a las virtudes de una democracia consolidada y hasta ejemplar. Pues no: la democracia es mucho más que votar periódicamente y asegurar con ciertas garantías que la voluntad popular no será fraguada por el poder de turno.
Implica libertad de asociación, libertad de expresión, separación de poderes, garantías de pluralidad en las posibilidades de exponer las ideas de los candidatos, y también, neutralidad de las instituciones estatales en el proceso electoral.
Así funcionan las democracias plenas en el mundo. Los ejemplos, lamentablemente, no abundan. Pero sí son ilustraciones formidables de lo alejados que estamos en nuestro continente de las exigencias de calidad en los procesos electorales que viven países como Canadá, Finlandia, Alemania o Gran Bretaña, y, más cerca de nuestras pautas culturales, España o Portugal. No hay más que analizar y comparar, en este año 2012 en el que se están llevando a cabo tantas elecciones importantes, para darse cuenta de que los procesos electorales no tienen la misma calidad en Rusia o en Venezuela, que en Estados Unidos o en Francia.
Así, cuando se atiende a la calidad democrática, queda claro que el proceso que vivió Venezuela está lejos de ser satisfactorio. En el esquema populista latinoamericano, claro está, la reelección de Chávez se vive con regocijo. Sin embargo, nosotros, que hemos conjugado una tradición democrática siempre distinta y superior al resto del continente durante décadas, no debiéramos de perder de vista las enormes falencias que presentó ese proceso. No para cuestionar la elección misma del 7 de octubre, porque allí no hubo fraude. Pero sí para dejar en claro que vivir en democracia es mucho más que no hacer fraude en una elección.
Porque es cuando se baja la guardia de la exigencia en la calidad institucional que, en realidad, se empieza a perder la calidad democrática de un país. Un ejemplo baste en este sentido: hace semanas, hubo aquí una iniciativa presidencial que pretendió dar a la canción "A Don José" una formalidad mayor -para ser cantada, incluso, en ocasiones patrias-. Nadie recordó que, en el proceso electoral de 2009, fue la canción que promovió la campaña hacia el balotaje del candidato frenteamplista José Mujica.