Erradicar los asentamientos

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Es impactante el cambio que produce en las personas el hecho de llegar a posiciones de responsabilidad. Un ejemplo de esto es leer la entrevista publicada por El País con la ministra de Vivienda, Cecilia Cairo. El que haya escuchado declaraciones en años previos de la dirigente del MPP, o su discurso de asunción en el ministerio, habrá notado la diferencia.

Quien hasta hace muy poco se mostraba con un tono prepotente, voluntarista, incluso despectivo hacia todo quien no pensara como ella, ahora habla de manera racional, reivindica el aporte de todos los sectores de la sociedad, y hasta señala que harán falta más de 15 años de trabajo para erradicar los asentamientos irregulares, en los que todavía viven casi 200 mil uruguayos.

Si bien es muy bienvenido el cambio de tono de la ministra Cairo, incluso con ello, peca de optimista.

Hay dos motivos para esto. El primero tiene que ver con de qué se habla técnicamente cuando se dice “erradicar asentamientos”, y lo que la gente normalmente entiende por ello.

En general se define a estos asentamientos como viviendas construidas en terrenos que no son de propiedad de los titulares de las mismas, y en barrios o desarrollos que no respetan las regulaciones municipales o nacionales básicas. Regularizar, en estos casos, suele implicar conseguir dar derechos firmes a esas personas sobre las viviendas que habitan, y mejorar de alguna manera los servicios públicos que las sirven.

Si bien hay estudios internacionales muy contundentes sobre el impacto que tiene el hecho de que la gente tenga un derecho firme sobre su vivienda en su desarrollo personal y económico, esto claramente no alcanza para superar el problema de marginalidad que suele venir asociado a la vida en un asentamiento.

En el propio país hay ejemplos dolorosos de políticas públicas donde se ha dado vivienda regular a gente que habita en asentamientos, y que al poco tiempo las condiciones vuelven a ser casi tan precarias como las que tenían anteriormente.

Esto nos lleva al segundo punto importante, que tiene que ver con el concepto más general que la gente tiene de un asentamiento. A nivel social, esto se asocia con unas condiciones de vida marcadas por la marginalidad, por la ausencia de servicios públicos confiables, por la pobreza y la carencia de los elementos materiales básicos para la vida. Esto es mucho más difícil de solucionar por parte de un Estado, y es poco probable que se pueda hacer siquiera en un plazo de 15 años como desearía la ministra.

Es que, y acá hay un corte que podríamos definir como ideológico o filosófico, es difícil creer que un gobierno pueda a puro empuje de su voluntad, integrar a la sociedad formal a cientos de miles de personas que viven en condiciones de pobreza como las que se ven en algunos lugares del país. Si bien este número puede sonar ridículamente chico en la mayoría de los países del mundo, para Uruguay es un porcentaje considerable de su población. Y la solución de ese tema, difícilmente se pueda dar solo por la coordinación de políticas públicas, o por la voluntad y generosidad de sus políticos.

En el fondo, lo que el país precisa para que todos esos compatriotas puedan integrarse a una economía formal, y mejorar de manera sostenible y constante su calidad de vida, es un salto contundente en sus niveles de riqueza y prosperidad generales. Algo que no ha logrado hacer nunca por sí solo un Estado.

Por el contrario, lo que los estados logran muchas veces cuando ensayan experimentos voluntaristas en este sentido, es frenar ese crecimiento, más que fomentarlo. Y Uruguay es un ejemplo bien claro.

Con la teoría de que el Estado debe ser una especie de padre protector de los pobres y débiles, en Uruguay se ponen trabas permanentes al desarrollo económico individual, se cobran impuestos que asfixian la iniciativa privada, se toman medidas de protección de trabajos públicos y privados, así como amparos a corporaciones sindicales, que hacen cada vez más difícil el crecimiento y la independencia económica de los más vulnerables.

Los ejemplos mundiales no dejan lugar a dudas. La mejor política social, la mejor forma de ayudar al que menos tiene, la mejor estrategia para erradicar los asentamientos de una vez y para siempre, es liberar las fuerzas creativas y productivas de la gente. Y que esta tome su vida en sus manos.

El problema es que el cambio que genera en la dirigencia política el llegar a cargos de responsabilidad, nunca parece suficiente como para que lleguen a asumir lo limitado de sus posibilidades.

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