Ninguna ley, en la historia del país, ha tenido su vigencia respaldada por los tres Poderes del gobierno y, además, por el Cuerpo Electoral, salvo la ley de caducidad. Esta fue sancionada por el Poder Legislativo, promulgada por el Poder Ejecutivo y declarada constitucional por la Suprema Corte de Justicia. Y, sometida a referéndum, el que se celebró en abril de 1989, la ciudadanía rechazó su impugnación, confirmando así su vigencia. Lo hizo ejerciendo la soberanía de la Nación, según resulta del artículo 82 de la Constitución, que dispone:
"La Nación adopta para su Gobierno la forma democrática republicana. Su soberanía será ejercida directamente por el Cuerpo Electoral en los casos de elección, iniciativa y referéndum, e indirectamente por los poderes representativos que establece esta Constitución..."
Sin embargo, el respeto que el pronunciamiento legítimo del titular del ejercicio de la soberanía, precedido del de los tres Poderes, debiera inspirar en tirios y troyanos, no ha impedido que una minoría de la minoría que fue derrotada en el referéndum de 1989, perseverara a lo largo de 17 años en una campaña infatigable contra dicha sabia ley. So pretexto de hacer justicia treinta años después de los trágicos hechos que determinaron su sanción, a no pocos de ellos los mueve un afán de venganza que no inspira la legislación penal de ningún país civilizado.
Esa campaña, alentada por erróneas decisiones del Presidente de la República sobre la interpretación y la aplicación de la Ley 15.848, ha redoblado en los últimos tiempos, mientras se va vulnerando su espíritu y sus efectos por varias vías, incluyendo las extradiciones pedidas por jueces argentinos a impulsos de un ministro de su gobierno, nada menos.
Se ha reclamado, así, la anulación de la ley de caducidad, disparate jurídico mayúsculo. Y, con menor desprecio por el orden jurídico -no mucho-, se viene propiciando su derogación, que no deja de ser otro dislate. Pasamos a demostrarlo.
¿Alguien se atrevería a sostener que sería viable la nueva sanción de una ley anteriormente derogada por el Cuerpo Electoral en un referéndum? Por supuesto que no, pues nadie que esté en su sano juicio puede afiliarse a la legitimidad de tal desatino. De donde el sentido común indica que tampoco es posible derogar una ley que el Cuerpo Electoral ha ratificado, determinando que prosiga en vigor. Hasta gente ignara en Derecho puede comprenderlo.
El referéndum contra las leyes es un recurso, es decir un medio de impugnación de un acto jurídico. Los recursos son el pan nuestro de cada día en el mundo del Derecho, tanto en sede administrativa como judicial.
En la primera, se interponen ante el órgano emisor del acto y, cuando se trata del recurso jerárquico, son resueltos en forma inapelable e inmodificable por el jerarca máximo de quien dictó la resolución impugnada. Si éste, al serle revocada ésta por dicho jerarca, pretendiera resucitarla volviendo a dictarla, entraría en el terreno de la total subversión y hasta de la anarquía jurídica. Además, dictaría un acto absolutamente nulo, dada su total incompetencia para emitirlo.
En vía jurisdiccional, el recurso clásico es el de apelación, que procede en principio contra todas las sentencias. Se interpone ante el juez que la dictó y se resuelven, también en principio, por un Tribunal de Apelaciones. Si éste revoca la sentencia, también es inimaginable que el juez inferior pretenda desconocer lo resuelto en la alzada y hacer revivir su sentencia. Si tal disparate hiciera, sería inmediatamente destituido y, quizás, hasta procesado por desacato.
Pues bien -más lógico sería decir mal- tal dislate, o uno muy parecido, es el que se está propiciando por quienes aspiran a que el Parlamento derogue una ley que, en vía recursiva, fue ratificada por el Cuerpo Electoral en ejercicio directo de la soberanía. En dicha vía recursiva, el Cuerpo Electoral es el tribunal de alzada o, si se quiere, el jerarca del cuerpo legislativo. Este, por consiguiente, está sometido a lo resuelto por la ciudadanía al resolver por votación el recurso de referéndum, no pudiendo modificar su decisión en ninguna hipótesis ni circunstancia.
La derogación de la ley de caducidad es, pues, absolutamente imposible. Sería un grosero atropello a la Constitución.