Entre las (escasas) noticias que se generan en verano en Uruguay, una causó particular reacción. Se trata del trágico accidente de un joven que, tras tropezar en la calle, cayó sobre una estructura aguda de metal, sufriendo gravísimos daños físicos que le causaron la muerte. La tragedia, que obliga a la mayor solidaridad y empatía con los deudos de la víctima, fue utilizada por algunos medios y operadores políticos para cargar contra lo que se ha denominado “arquitectura hostil” en la capital del país. Y para azuzar el emblemático odio social del que lucran, sin mayor pudor, algunas visiones políticas.
En particular, se ha vuelto a escuchar la cantarola de que la defensa de la propiedad privada sería puesta por parte de algunas personas despreciables, por encima del derecho a la vida de otros, y al desprecio que implica este tipo de implementos respecto de las personas sin hogar.
¿De qué habla esta gente cuando menciona la “arquitectura hostil”? Bueno, se trata de elementos que algunos vecinos incorporan a sus propiedades, como forma de desestimular que quienes viven en la calle, se apropien de sus espacios. Y van desde canteros o floreros de hormigón que se colocan bajo los pretiles, hasta púas de metal que se instalan en canteros y balcones, para que los mismos no sean colonizados o usados para campamentos o instalaciones temporarias por parte de la numerosa población de adictos y gente con problemas psiquiátricos, que abunda en las calles de la capital.
Este problema tiene dos abordajes bien claros. Por un lado, es obvio que hay elementos que se usan con estos fines que parecen exagerados, y que implican un peligro. En ese sentido, tal vez debería haber alguna regulación que pusiera límites en el tipo de implementos que se usan, siempre respetando el derecho de propiedad de los ciudadanos.
Pero el eje del problema es muy distinto. Este tipo de acción ciudadana es apenas una respuesta a la pasividad de las autoridades, a la hora de enfrentar el problema de fondo. Que no es otro que la convivencia tóxica que se vive hoy en buena parte de la capital del país, entre la gente que trabaja e intenta tener una vida dentro de los cánones formales de la sociedad, y esa población flotante de gente que vive en la calle.
Hay un dato central en este asunto. Esta población callejera no es, en su abrumadora mayoría, gente dejada de lado por un sistema económico social injusto y poco solidario, lo cual generaría una especie de deuda moral de parte del resto de la sociedad. Se trata, de nuevo, en una mayoría muy notoria, de gente con severos problemas de adicción o de salud mental, a la que el Estado no está brindando la contención a la que le obliga la ley.
Es por eso, entonces, que la gente que trabaja y se esfuerza día y noche por cumplir con sus responsabilidades sociales y familiares no tiene más remedio que lidiar con situaciones realmente complejas.
Es fácil pontificar desde las alturas morales de alguna facultad de ciencias sociales, o desde algún sector político, contra la maldad de quien apela a esta “arquitectura hostil”. Pero es más difícil ponerse en los zapatos del laburante que se desloma para brindar condiciones dignas a su familia, y cuando vuelve de trabajar todos los días tiene que lidiar con un pastabasero impertinente que le acampa en la puerta de la casa, o le usa su ventana como depósito de sus pertenencias. O como baño.
En la teoría es muy lindo demandar empatía y solidaridad. Pero la realidad muestra que esta convivencia entre gente, con hábitos de vida tan diferentes, es un caldo de cultivo de conflictos, de los cuales el dilema de la “arquitectura hostil” es apenas la punta del iceberg.
Hace pocos días circulaba un video de una pelea con espadas (literales) entre malvivientes en la esquina capitalina de Av. Brasil y Brito del Pino, a plena luz del día. ¿Qué se pretende del padre de familia que pasa por allí con sus hijos menores? ¿De la señora mayor que sale a hacer sus compras? ¿Qué se espera que haga el ciudadano de bien, cuando todos los días es avasallado en su vida cotidiana por un adicto que no sólo lo extorsiona por dinero, sino que también se instala en su propiedad?
En vez de acusar al ciudadano que reacciona o enojarse con el síntoma del problema que puede ser esa “arquitectura hostil”, hay que enojarse con el político, con el burócrata, que siendo perfectamente consciente del problema, hace años que elige mirar para otro lado.
Si no se toman medidas de fondo para mejorar la convivencia social, y solucionar de alguna forma el tema de quienes viven en la calle, los problemas serán todavía más graves.