La renuncia del primer ministro canadiense Justin Trudeau ha generado conmoción en buena parte del mundo. Es que en sus diez años de gestión, convirtió a Canadá en la Meca de una forma de ver y ejecutar la política, en la cumbre del bienpensantismo socialdemócrata. Y a él mismo, en uno de los héroes máximos de esta forma de ver y analizar la política, tan simpática a los círculos formadores de opinión global.
Trudeau defendía la intervención del Estado en la economía a niveles absurdos. Al punto que pese a que su gobierno generó un déficit fiscal feroz, hace pocos meses intentó votar una ley para regalar 250 dólares a cada familia que tuviera ingresos menores a los 150 mil dólares anuales. Algo muy parecido a aquel “plan platita” del argentino Massa, cosa que costó al canadiense la renuncia escandalosa de su principal espada y ministra de economía, Chrystia Freeland.
Trudeau fue el paladín de la lucha contra el cambio climático, generando un impuesto al carbono, que desató un espiral inflacionario y un aumento del costo de vida, que terminó por dar el golpe de gracia a su mermante apoyo popular.
Trudeau también fue el máximo defensor de las cuarentenas y las políticas más duras contra el Covid. Pero no sólo eso. Sino que lanzó a la política de su país a la caza de cualquiera que osara cuestionar estas medidas draconianas, acusando de “desinformación” a todo el que se le opusiera. Es más, al enfrentar una protesta masiva de camioneros, llegó a clausurarles cuentas bancarias y a enviar gente a la cárcel, por el simple ejercicio de la libertad de expresión.
Desde ya que Trudeau, además, lideró la aplicación de la llamada “agenda de derechos” a niveles asombrosos. Desde imponer por ley la obligación de referirse a la gente por los pronombres que ellos desearan hasta imponer una ley de eutanasia, donde la simple alegación de malestar emocional alcanza para solicitar el suicidio asistido.
Estas son apenas algunas de las políticas que convirtieron a Trudeau en el “último héroe progre” del planeta. Que le valieron aduladores reportajes en muchos medios prestigiosos y el apoyo de Hollywood y muchos líderes europeos. Pero, al igual que le pasó a la ex premier neozelandesa, Jacinda Arden, que nos la vendieron como paladín de todo lo bueno en el mundo, sus políticas parecían gustar a todos, menos a los ciudadanos de sus países, que debían soportarlas y financiarlas.
La caída de Trudeau no es un fenómeno aislado. Un muy interesante artículo publicado hace unos días por la periodista estadounidense Bari Weiss en The Free Press, explica cómo en todo el mundo se está generando una contraola que derriba a gobiernos socialdemócratas.
Trump, Milei o Meloni son apenas algunas de las caras más visibles de un movimiento que tiene escala planetaria. Alcanza ver los recientes resultados electorales en Austria, Alemania y Holanda, para ver que estamos ante algo generalizado. Tal vez la única excepción de peso sea lo que ocurrió en Gran Bretaña, con la victoria del laborista Keir Starmer. América Latina siempre va un poco rezagada en estas cosas.
Ahora bien, ¿qué es lo que está pasando? ¿Es acaso que el mundo de golpe se volvió ultraderechista, misógino y xenófobo, como insisten los analistas y medios tradicionales? No.
Lo que ocurre es que hay un hartazgo en las sociedades desarrolladas, frente a discursos intolerantes, que llenándose la boca de bellas palabras como tolerancia, multiculturalismo, o solidaridad social, destruyen la economía, dañan la convivencia social y fomentan la censura y el control de la libertad de expresión.
Como bien dice Weiss en su artículo, detrás del ropaje de progresismo, estos gobiernos han terminado impulsando la agenda más iliberal que Occidente recuerde en décadas. Y es por eso que mucha gente está apostando a candidatos antipolíticos o fuera de los cánones aceptables por el bienpensantismo global.
No sólo eso. Sino que también han desconocido las reglas básicas de la economía, pretendiendo que el Estado opere como el gran juez del éxito o fracaso económico en la sociedad. Elevando impuestos hasta puntos asfixiantes, o directamente imprimiendo dinero y generando inflación desbocada, para financiar niveles de populismo que pondrían incómodo a cualquier dictadorzuelo sudamericano.
Como decíamos, en América Latina, estas cosas siempre llegan más tarde. Pero las señales son claras de que el proceso ha comenzado. Y en poco tiempo veremos sus resultados en una región que tiene todos los ingredientes para su explosión.