Libertad de expresión amenazada

Compartir esta noticia

No corren buenos tiempos para la libertad de expresión. Bueno, se podría argumentar que nunca son buenos los tiempos para este valor tan importante para la democracia como sistema de gobierno, y en general para el progreso de la humanidad, ya que históricamente siempre ha debido enfrentar desafíos y gente que busca limitarla.

Pero hoy los astros parecen alinearse en contra de la libertad de expresión, con un efecto de doble pinza que pone en cuestión su futuro en las sociedades occidentales. Las únicas donde la misma existe, hay que aclararlo.

Por un lado están los autoritarios de siempre, que buscan limitar la libertad de expresión como forma de aplastar cualquier disenso. Desde Maduro en Venezuela, a Daniel Ortega en Nicaragua, nuestro continente tiene ejemplos de sobra en este sentido. Ni hablamos de otros continentes como África o Asia, donde el valor de la libertad en general no suele ser demasiado respetado. Incluso en Europa hay casos como el de Hungría, que dejan en evidencia la crisis de los valores de la ilustración en el corazón del continente que le dio vida.

Pero más allá de los ataques frontales como estos, hay un segundo frente que la libertad de expresión viene padeciendo. Hablamos de los líderes políticos que, tras la supuesta intención de proteger su honor o el derecho de los gobiernos a impulsar determinadas agendas, atacan a esta libertad. Dos ejemplos bien distintos muestran este problema.

Por un lado, en España, el presidente del gobierno Pedro Sánchez ha lanzado una descarada campaña contra la libertad de prensa y de expresión, bajo el argumento de que busca enfrentar “bulos” y “fake news”. A nadie sorprende que una figura como Sánchez, que ha hecho de la “realpolitik” peor entendida para aferrarse al poder, saque este conejo de la galera en momentos en que la prensa “deschava” algunos negocios cuestionables de su propia esposa. Pero Sánchez amenaza generar en España una normativa extremadamente restrictiva de la libertad de expresión.

No muy diferente es lo que ocurre en Perú. Allí la presidenta Dina Boluarte calificó de “terrorismo de imagen” la difusión de noticias falsas que afectarían a su gobierno. “Tenemos que luchar contra un nuevo mal, una nueva amenaza en el mundo, la guerra de las mentiras, los fake news, la noticias falsas creadas con el fin de hacer terrorismo de imagen, un viejo método que aplicaron los totalitarios con su lema ‘miente miente que algo queda’”.

Estas palabras de la presidenta de Perú vienen justo en momentos en que su gobierno está en la picota y con niveles popular ínfimos.

Aquí hay que señalar una cosa. Es verdad que vivimos una era donde las falsedades disfrazadas de noticias se usan para lograr efectos políticos. Y donde el campo de la información se ha vuelto un verdadero territorio de combate ideológico, sin respetar ningún principio moral.

Pero cuando un gobernante dedica su tiempo a buscar limitar la forma de expresión de sus gobernados, siempre hay que prestar atención y tener cuidado.

También hay otro frente donde la libertad de expresión no parece estar siendo valorada apropiadamente.

Por un lado, por quienes usan el término muy de moda de “discurso de odio”, y a partir de allí pretenden regular de manera draconiana el debate público. Es verdad que hay un tipo de discurso, que apela a la discriminación y a fogonear el desprecio en función de razas, culturas o religiones, que debe ser analizado para comprender si no esconde una apelación a la violencia o al delito. Cosas que ni la valoración más protectora de la libertad de expresión ha amparado jamás.

Algo similar ocurre con quienes se quejan que la libertad de expresión no implica el derecho a ofender las creencias y los valores ajenos.

Hay que tener mucho cuidado con pretender limitar la libertad de expresión, con estos argumentos. Porque se trata de valoraciones muy subjetivas, que de manera muy fácil pueden terminar generando censura e impedimentos injustos a la libertad de expresión.

Lo que a mí me ofende, o yo considero que es obviamente una incitación al odio, puede ser visto por otra persona como la simple argumentación de formas de pensar diferentes. Y el hecho de que a mí me choque determinada forma de pensar, no habilita a eliminarla de la mesa de discusión. El mercado de las ideas, requiere la más amplia posibilidad de intercambio. El precio que se paga por frenar ese proceso, termina siendo la muerte de la sociedad libre y el progreso democrático.

¿Encontraste un error?

Reportar

Te puede interesar