Una siciliana de 78 años se tiró desde el balcón de su apartamento luego de enterarse de que su pensión mensual de 800 euros había sido rebajada a 600 por el plan de recortes del gobierno italiano. Un jubilado de 77 años se pegó un tiro en la plaza Syntagma de Atenas por idénticas razones, ante el programa de austeridad griego. Un obrero de la construcción de 27 años se prendió fuego en una calle de Verona porque no le pagaban el salario desde hacía cuatro meses. No son los únicos casos de suicidio en una Europa azotada por las medidas económicas que impone la crisis, bajo la cual ha dejado de existir el estado de bienestar. Que alguna gente opte por morir, como en los tres episodios mencionados, indica el extremo que ha alcanzado ese deterioro social, a una altura en que es posible imaginar la caída de los estados de ánimo entre quienes pierden su trabajo o deben reducir su tren de vida.
También hay situaciones graves en las naciones más ricas (Alemania, Francia, Reino Unido) pero la peor dureza de la crisis recae sobre los países mediterráneos, una zona donde la penuria de Grecia -a pesar de los enormes fondos de rescate que ha recibido- es un caso extremo que sigue provocando turbulencias sociales. En Portugal, por ejemplo, ha desaparecido el Ministerio de Cultura como parte de los recortes del plan de ahorro estatal. Esa medida tan sombría sirve como índice de muchas otras cancelaciones a nivel cultural, que por cierto no reflejan solamente el panorama portugués. En Italia se han cortado numerosos subsidios a la actividad artística, por lo cual el teatro Alla Scala de Milán (el principal escenario lírico del mundo) ya sufre un déficit de 9 millones de euros.
Otras prestigiosas iniciativas también sufren la crisis, como las excavaciones arqueológicas que Grecia ha debido interrumpir ante las precariedades presupuestales de hoy, en medio de un deterioro cultural que incluye una oleada de robos de antigüedades en los museos, fenómeno que las autoridades atribuyen al empobrecimiento de la población y a la pérdida de controles que deriva de esos quebrantos. Del árbol caído todo el mundo hace leña, decían los viejos, pero la reflexión cobra inesperada vigencia en la Europa que se ve obligada a abandonar o reducir tantos emprendimientos de orden artístico, que han dado lustre a los países y que ahora flaquean ante las exigencias de necesidades prioritarias.
Durante las últimas décadas, la gente de ese Viejo Mundo se acostumbró a una opulencia que incluía generosos planes sociales y sanitarios, envidiable calidad de vida para los trabajadores, grandes fuentes laborales, notables obras de infraestructura, múltiples signos de prosperidad y abundantes lujos culturales, como los colosales subsidios alemanes a la actividad sinfónica y teatral, entre otros privilegios que se mantenían desde las épocas de posguerra y del Plan Marshall. Pero ahora esa misma gente ya no puede pensar que el mundo de sus hijos será mejor que el de hoy. Debe habituarse a una nueva realidad, cuyo peor síntoma son las aplastantes cifras de desempleo, que en la eurozona totalizan actualmente 24.500.000 desocupados. Dentro de ese cuadro, España ocupa el lugar más ingrato, porque tiene un 23% de su población activa en el paro, aunque la juventud lleva la peor parte, ya que el 50% de los españoles menores de 25 años está por el momento sin empleo.
El resto del mundo no podrá permanecer desentendido de ese colapso financiero y económico que a partir de 2008 golpeó inicialmente a Estados Unidos y cayó luego con tanto rigor sobre la Unión Europea. Porque allí sus emergencias afectan internamente a un mercado de consumo poblado por 450 millones de personas, pero en el exterior también sacudirá a los países exportadores que suelen abastecer a esa clientela europea, y modificará por lo tanto el mapa de los intercambios comerciales a escala mundial, en una medida todavía imprevisible pero de alcance general. Todo ello repercutirá a su vez en las fuentes de productividad y de trabajo de esos proveedores, como círculos concéntricos que cada día se dilatan más. Los excesos y estafas cometidos en los grandes centros financieros y los circuitos bancarios, están demostrando los brutales resultados de ese despilfarro, igual que una mancha capaz de seguir creciendo y llegar a cualquier rincón del planeta. Es que la globalización no perdona.