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A las 12.35 de ayer, el portal de El País confirmó la noticia que todos preveíamos: Luis Lacalle Pou es el presidente electo por los uruguayos, para el período 2020-2025. La ajustada diferencia que tuvo en vilo a la ciudadanía en la noche del domingo 24, ya es indescontable.
El proceso del segundo escrutinio no detuvo a Lacalle, quien aprovechó ese interregno para iniciar los contactos políticos con los socios de la coalición. La verdad es que estaba en todo su derecho de tomarse unos días de descanso, después de la agotadora campaña electoral que se puso al hombro. Pero esa proactividad es también una demostración de su voluntad férrea de -como tantas veces lo ha dicho- "hacerse cargo".
Tirios y troyanos reconocen hoy en Lacalle una ejecutividad y un entusiasmo que hacía tiempo no se veía en la conducción del Estado.
El desafío ahora es la gestión de gobierno y, en él, cobra especial importancia la calidad de funcionamiento de la coalición.
En otros tiempos, los gobiernos de "coincidencia" o "entonación" nacional, podían darse el lujo de cierta flexibilidad en la interacción entre los partidos que los conformaban. Mal o bien, la familiaridad ideológica limaba las asperezas y el barco avanzaba con mano firme. Tal vez el caso más emblemático de ese buen funcionamiento haya sido el de la crisis de 2002 cuando, a diferencia de la “boutade” proferida por un dirigente del FA hace unas semanas, colorados y blancos hicieron causa común en la defensa y apuntalamiento de la estrategia de salida, mientras desde la izquierda se reclamaba un default que hubiera sepultado la economía uruguaya con nefastas consecuencias.
Sin embargo, en aquellas épocas, como en el casi triple empate de 1994, blancos y colorados no ocultaban sus diferencias y cultivaban legítimamente sus perfilismos. Lo hacían confiados de constituir conjuntamente una mayoría sobradamente más amplia. El ajustado resultado del balotaje del domingo 24 debe llamarnos a la reflexión, para asumir una actitud diferente.
El gobierno que dará comienzo el primero de marzo, que ya cuenta con una vasta mayoría parlamentaria, debe demostrar además en los hechos que es capaz de ejercer un mando cohesionado. No hay lugar para una orquesta desafinada ni para músicos que cuestionen a quien lleva la batuta. Hay una mitad menos uno del país que estará mirando con lupa la capacidad articuladora y proactiva de la coalición, buscando argumentos que den verosimilitud al tan agitado fantasma de los últimos meses, de poner en duda la gobernabilidad futura.
El Uruguay político partidario dejó de dividirse en tercios. Ahora son dos bloques, diferenciados clara e inequívocamente. No tanto por la condición de izquierda o derecha, que el FA se empeña en matrizar. Más bien por otra oposición, bastante más significativa: colectivismo versus liberalismo.
Los sectores más liberales del Frente Amplio se encuentran hoy en franca minoría interna y del buen manejo del nuevo gobierno de coalición depende que se sientan cada vez menos cómodos en su posición y comprendan que están del lado contrario a sus ideas.
En nuestro lado, el liberal, hay distintos énfasis: desde los que pregonan una irrestricta libertad de mercado hasta los que postulan el sistema de contrapesos propio de la socialdemocracia. Pero aquí nadie toma gato por liebre. Nadie defiende la satrapía de Nicolás Maduro. Y tal vez la definición sobre el carácter dictatorial del gobierno venezolano sea un buen tester de la propia condición republicana y liberal. Esa coincidencia no es menor, es una importantísima señal de comunión ideológica, porque diferencia a la coalición, de quienes, desde la intolerancia de su raíz colectivista, se escudan en el prejuicio de que el fin justifica los medios.
El presidente electo ha comprendido esto perfectamente, y de ahí sus mesurados y a la vez firmes discursos que apelan a la unidad y a su responsabilidad como conductor de una coalición que integra distintas propuestas y sensibilidades.
Los partidos y sectores que participan en ella tienen que hacer lo mismo: ser plenamente conscientes de que están sirviendo a un objetivo superior, que es combatir los problemas heredados, con un acuerdo programático oportunamente suscripto por todos.
No queda espacio para perfilismos ni para declaraciones o decisiones improvisadas, que puedan entorpecer o poner en riesgo una óptima práctica de gobierno.
La coalición ya no podrá ser una estrategia coyuntural. Llegó para quedarse.