Venezuela se retira de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, molesta por una sentencia de ese organismo que le resultó adversa a su gobierno y ha desatado su furia, al menos por la vía oral. En 2003, Chávez había acusado de terrorista a un ciudadano venezolano que fue arrestado y años después huyó al extranjero, pero ahora la Corte dictaminó que el Estado venezolano era "internacionalmente responsable por la violación del derecho a la integridad personal y por los tratos inhumanos y degradantes" sufridos por ese ciudadano durante su detención. El martes 24, en un acto oficial por el Día de la Armada, Chávez anunció aquel retiro y acusó a la Corte "de ser indigna de llevar su nombre". El gesto del presidente se inscribe en una larga lista de reacciones espectaculares que son características del personaje, entre las más recientes de las cuales se encuentra su pronunciamiento a favor del régimen sirio de Bashar Al Assad, una dictadura embarcada desde hace dieciséis meses en la represión de un alzamiento popular que a la fecha ha costado la vida de 13.000 civiles.
El estilo del mandatario venezolano -en el poder desde 1999- tiene un sello teatral y una locuacidad arrolladora que le han dado buenos dividendos en el apoyo electoral de una población cautiva de sus desplantes. Ese pueblo se ha debatido en los últimos años entre síntomas penosos que aquejan a la realidad del país. En primer lugar, una inflación galopante que incide en el empobrecimiento de una masa ya sumergida económicamente. En segundo lugar, el desabastecimiento de múltiples productos, incluidos los de elemental necesidad. En tercer lugar, los abrumadores índices de violencia criminal, con cifras de homicidios que figuran a la cabeza de Latinoamérica. En cuarto lugar, las carencias de fuentes de energía que someten a la gente a restricciones de fluido eléctrico y frecuentes apagones. En quinto lugar, la corrupción a niveles oficiales que figura entre los rasgos famosos del régimen.
A la cabeza de ese cuadro debe ubicarse empero el perfil autoritario del chavismo, con el que recubre sus notorios atropellos contra la libertad de expresión, contra el derecho a la disidencia y contra las garantías individuales, bajo un manto de proclamas que se dicen socialistas y se envuelven en una exaltación verbal del patriotismo, cuya verdadera naturaleza pertenece sin embargo al viejo populismo regional, el que enmascara su intolerancia con un discurso nacionalista y tramposo que la realidad se encarga a cada paso de desmentir, pero que no ha perdido hasta el momento su alcance cautivador para retener a una masa de seguidores y someterlos al hechizo que imponen ciertas modalidades ideológicas. En el caso venezolano, el método vuelve a demostrar esa sorprendente sugestión que han podido ejercer algunos dirigentes -desde Hitler hasta Fidel Castro, sin ir más lejos- para valerse de la retórica y del auxilio de una elocuencia diluvial, hasta convertir su discurso en una herramienta casi hipnótica, cuyo reflejo es la fascinación popular y cuyas consecuencias han estado a la vista desde hace ocho décadas.
Ese carácter, sumado a la hostilidad contra medios de comunicación independiente, configura el semblante del flamante socio del Mercosur, que ha formalizado su ingreso al organismo en la cumbre de Brasilia del martes 31. La llegada del chavismo a ese foro se produce bajo algunas sombras que oscurecen el mecanismo, como lo saben los paraguayos y también algunos jerarcas uruguayos que han discrepado honorablemente con el desembarco venezolano y la circunstancia en que se consumó. Una de esas sombras es el clamoroso descrédito internacional del gobierno venezolano, que dentro de dos meses enfrentará otra instancia electoral, y una sombra adicional es la incertidumbre derivada de la grave enfermedad que padece Chávez, cuya evolución se mantiene bajo un hermetismo propio de los secretos de Estado en los sistemas despóticos, que abre interrogantes sin respuesta sobre el futuro inmediato de ese país. Al margen del dramático entretelón, hay un llamativo paralelismo entre la turbia ocasión en que se habilitó la llegada de Venezuela al Mercosur y la fachada igualmente turbia del régimen que acaba de incorporarse a ese marco regional, lo cual compromete doblemente el papel de los gobernantes de Brasil, Argentina y Uruguay como patrocinadores de esa encrucijada.