La política internacional viene presentando cambios importantes, sobre todo a partir del acceso a la presidencia en Estados Unidos de Trump y de los resultados de elecciones en Europa que confirman el crecimiento de lo que se ha dado en llamar partidos de “extrema derecha” o de “ultraderecha”.
Razonar por etiquetas permite hacerse una idea rápida de la situación que se está analizando, máxime cuando se trata de temas complejos, que implican conocimientos específicos y que de ninguna manera parecen tener consecuencias inmediatas y graves en el cotidiano vivir. Y eso es precisamente lo que ocurre con la política internacional: resulta mucho más fácil y rápido asociar tales o cuales actores con conceptos relativamente conocidos y mal que bien definidos, que entrar en detalles que lleven a que el asunto exija una demanda de atención extensa y que termine poniendo en cuestión paradigmas y nociones que están hace mucho tiempo al alcance de la mano.
En concreto, por ejemplo, es mucho más fácil decir que Trump es un populista afín a la extrema derecha, proteccionista en lo comercial y de inclinaciones autoritarias (que todo puede simplificarse con un sencillo calificativo como “facho”), que ahondar en disposiciones, antecedentes históricos, coyunturas económicas y de seguridad, o en arbitrajes geopolíticos de largo plazo que podrían cambiar esa definición de etiqueta que a todos simplifica la vida. El problema, claro está, es que la simplificación no permite entender realmente lo que está ocurriendo.
En efecto, no es posible entender la política exterior de Trump sin analizar tres variables claves. En primer lugar, que su administración asume radicalmente que el mundo no puede ser más unipolar, con un Estados Unidos (EEUU) ocupándose en todas partes de cuestiones regionales y locales. Su peso económico y su fuerza militar relativos ya no permiten esa perspectiva que sí fue posible, en todo caso, a inicios de los años 1990. En segundo lugar, para EEUU, y desde al menos el giro estratégico dado en 2011 por la presidencia de Obama, el escenario más relevante de sus intereses nacionales es el área Pacífico: allí está China, su principal rival sistémico; allí está el continente más poblado del mundo que es Asia; y allí finalmente hay actores económicos (Japón, sobre todo), demográficos (India, en particular) y civilizatorios (Australia y Nueva Zelanda) que constituyen sus aliados estratégicos para este siglo XXI.
La tercera variable es más doméstica americana. Para la primera potencia mundial es fundamental garantizarse dimensiones estratégicas que hacen a su seguridad futura. No le es posible pues no tener aseguradas sus fronteras, cuando además hay una amenaza real de infiltración de grupos narcoterroristas provenientes de México en particular y Latinoamérica en general. También es claro que no puede permitir que China, de alguna u otra forma, tenga algo que decir en el funcionamiento del canal de Panamá, pieza clave en la navegación comercial y militar de EEUU. Finalmente, habida cuenta de la ventaja competitiva que Pekín tiene sobre el recurso llamado de “tierras raras”, que cumple un papel clave como materia prima para el desarrollo tecnológico, es lógico que EEUU pretenda hacerse de una mayor fuente de recursos en este sentido y ponga los ojos en Groenlandia.
La descripción de estas variables domésticas estadounidense no quiere decir que haya que tomar partido por las iniciativas de la política exterior de Trump. Sí quiere decir que es muy pobre el análisis que pretenda ver en ellas las consecuencias del deseo de un “facho” irremediable con ansias de protagonismo y ruptura del orden internacional. Al contrario, lo que se verifica allí es una lógica coherente y una decisión estratégica que deben ser bien comprendidas para luego ser valoradas con inteligencia y argumentos.
Estamos en un tiempo clave de la política mundial. Washington tomó nota del vértigo del mayor protagonismo chino de esta última década y se ha decidido a enfrentarlo sin tantos remilgos como antes. No es tiempo de calificaciones ideológicas en torno a “facho” o “imperialista”, sino que es tiempo de entender que cada país brega por su propio interés egoísta en la escena mundial.
Así las cosas, se abre para Uruguay una coyuntura de oportunidades relevantes, siempre que participemos de la misma perspectiva conceptual, esto es, siempre que asumamos que nuestra política exterior debe buscar defender nuestro interés nacional. Eso implica dejar de lado el entendimiento del mundo en base a etiquetas.