Los horrendos enfrentamientos que hoy desangran a Medio Oriente y parte de África nos resultaban muy lejanos, a pesar de que los avances tecnológicos han creado una cercanía audiovisual que contribuye a que nadie pueda sentirse al margen o quedar indiferente.
Pero de pronto, debido a una actitud absolutamente contraria a lo que debe ser una política de Estado, analizada, conversada y consensuada con los demás partidos políticos, el presidente Mujica, por las suyas, optó por meter al Uruguay en un problema que no tenía. El del Islam y sus conflictos. De repente un día, se supo que había decidido convidar a más de un centenar de refugiados sirios. Y como si esto fuera poco, al mismo tiempo, a seis presos de la cárcel de Guantánamo, sospechados de terrorismo. Esta sí, que es una herencia maldita del actual gobierno. Un legado inconsulto de este aspirante a Premio Nobel de la Paz, apoyado en esta iniciativa solo por su entorno y la soberbia de su mayoría parlamentaria.
Se dirá y con razón, que el Uruguay siempre ha tenido una política de apertura hacia los pedidos de asilo y por supuesto se ha resaltado la generosidad de un gesto semejante; la solidaridad para con los refugiados. Hay que decir que la postura humanitaria es muy compartible, pero con una aclaración. Si de abrirles los brazos se trata, a seres que han sufrido atrocidades, que han perdido hijos, padres, maridos, familiares y han debido abandonar su tierra, su vivienda, sus pertenencias, lo que se podría haber tenido en cuenta es que en esas mismas terribles condiciones se encuentran cientos de miles de perseguidos que son cristianos y no musulmanes.
Por lo tanto, aunque no sea el nuestro un gobierno confesional, pero en el entendido de que la religión mayoritaria de nuestro país es cristiana, ¿no habría sido más lógico que el gobierno le hubiera dicho al Sr. Javier Miranda, jefe de la delegación que viajó al Líbano, que se preocupara por traer refugiados que practican una religión con muchos más puntos en común con los uruguayos? En lugar de priorizar esa visión más sensata e igual de generosa, se anunció con bombos y platillos y fue noticia destacada en todos los medios, la llegada de un conjunto de hombres, mujeres y niños de religión musulmana. Como prueba de las diferencias que existen, antes de viajar hacia aquí ya habían hecho saber de su preocupación respecto de si podrían practicar su fe en nuestro territorio. Les interesaba saber si las mujeres podrían ir con la cabeza cubierta, si el velo estaría permitido, etc.
Al menos no se supo que inquirieran sobre la aplicación de la sharía (ley musulmana) ni sobre otras reglas como la lapidación para la mujer adúltera, los latigazos como castigo o la ablación genital. Usanza esta última, practicada en algunos círculos, que recién tuvo una difusión internacional a partir del creciente número de niñas pertenecientes a la numerosa comunidad islámica instalada en Francia, que llegaban a los hospitales a ser atendidas de las secuelas provocadas por estas mutilaciones.
Por supuesto que no todos los musulmanes son radicales y resultan conflictivos. De hecho, ya existe una pequeña colonia árabe en nuestra tierra, sobre todo en la zona del Chuy y en Rivera. Pero lo cierto, es que para muchas naciones que los han acogido y donde se han multiplicado hasta representar una creciente parte de la población de ese país, como ser en Francia, Bélgica o el Reino Unido, se han convertido en un gran problema. La base de estas dificultades radica en que no se caracterizan por mostrar una real voluntad de integración con la sociedad que los recibe. Su tendencia de formar guetos donde la prédica reivindicativa y militante de su religión y costumbres no exenta de fanatismo, es la tónica entre buena parte de ellos.
A lo que se suma el resentimiento que les produce esa misma falta de integración, junto a las complicaciones derivadas de una Europa en crisis en la que han disminuido las fuentes de trabajo y las oportunidades al ser más escasas, exigen un mayor esfuerzo y compromiso para poder alcanzarlas. Algo que explica en parte, el sorprendente número de jóvenes nacidos en suelo europeo que han ido a integrarse a grupos terroristas como el llamado Estado Islámico, cuyas atrocidades son difundidas a través de una bien orquestada campaña mediática orientada a provocar terror.
Ahora que aquí ya han aparecido problemas con los inmigrantes, derivados de sus costumbres y creencias, lo que ha llevado al gobierno electo a poner el freno de mano, es el momento de negociar con ACNUR un cambio y de traer gente que sea más afín a nuestras costumbres. Los hay y necesitan ayuda tanto como los otros.
Editorial