El presidente Lacalle Pou ha popularizado la consigna “suave con las personas, duro con las ideas”. Es un valioso llamado a subir el nivel del debate público, omitiendo las descalificaciones personales, sin menoscabo de discutir con vehemencia sobre propuestas y proyectos de país.
La frase vuelve cada vez que la oposición se pasa de rosca en sus intentos de exagerar y tergiversar acciones del gobierno, atribuyendo intenciones espurias donde hay procedimientos acertados o, a lo sumo, meros errores coyunturales. De lo que se trata es de poner coto a un estado de crispación permanente que algunos políticos locales copian de lo peor de muchos de sus colegas argentinos.
Por eso causó sorpresa y adhesión el mensaje brindado el miércoles por el presidente de esa nación, Javier Milei, en cadena nacional. Se dio una curiosa paradoja: Milei dejó atrás la retórica agresiva con que empañó la mayor parte de su campaña electoral, pero al mismo tiempo, las medidas que anunció son de un poder disruptivo pocas veces visto en la política de nuestros países.
Más allá de su cuestionable admonición de lo que llama “la casta”, hay que reconocer que en su discurso fue suave en el tono y que eso no impidió que fuera duro, durísimo en lo que respecta a los cambios a ejecutar.
Los analistas del país hermano han señalado que la contundencia del viraje anunciado es proporcional al estado de postración social y económica al que responde: el gobierno confía en que la inevitabilidad del cambio lo vuelve realmente factible.
Algunas derogaciones de leyes anteriores estaban cantadas: la de una ley de alquileres que había logrado retirar la oferta del mercado, encarecerla e informalizarla. La de otra insólita “de góndola” que pretendiendo privilegiar productos nacionales, generaba escasez y más inflación… Fue un desmontaje sistemático de toda una arquitectura estatista y prebendaria que la legislación argentina había ido incubando a lo largo de décadas, pero que durante el kirchnerismo llegó a su límite de ineficacia, en una venezuelización acelerada del país que supo ser de los más prósperos del mundo.
Para los uruguayos, mirarnos en este espejo es algo perturbador.
Porque es cierto que a lo largo del siglo XX nuestra democracia consolidó un sistema económico que aunó hábilmente el crecimiento y la equidad. Pero también es verdad que nuestras crisis endógenas siempre estuvieron ligadas a una práctica estatista en tensión con un liberalismo que ha sido pleno en lo político, pero no así en lo económico.
El fracaso en un referéndum de la Ley de Empresas Públicas impulsada por Luis Alberto Lacalle Herrera en 1992, así como de los primeros intentos de reforma de la seguridad social con criterios liberales, fueron buenos ejemplos de ese tradicional conservadurismo pro Estado. Resulta revelador que otras reformas exitosas de aquella época, como el fomento de la forestación, la liberalización de la actividad portuaria, de los seguros y la telefonía móvil, han sido desde entonces notables palancas de crecimiento, generadoras de empleo y mejora de la calidad de vida.
Pero a partir del ciclo frenteamplista el estatismo mostró su peor cara, entre otros factores, por el manejo irresponsable de las empresas públicas. La vergüenza histórica de haber hecho quebrar Ancap halla su paralelo preciso en la impericia del kirchnerismo, con sus nacionalizaciones y expropiación del ahorro individual de los argentinos.
La sociedad del país hermano quedó tan dañada del experimento chavista, que dio un apoyo contundente a un outsider liberal que anuncia sin pestañear la conversión de las empresas estatales en sociedades anónimas, con vistas a su futura privatización. Empezando por ese gastadero infinito de recursos públicos que es Aerolíneas Argentinas. Vea el lector otra interesante paradoja: la única que se privatizó en nuestro país fue Pluna y lo hizo el Frente Amplio, pero con una torpeza tal que el resultado es por todos conocido…
Mientras hablar de normas de flexibilización laboral sigue erizando al sueño estatista de los uruguayos, hoy los argentinos reciben anuncios sorprendentes, como la liberalización de los vínculos laborales y la oportunidad de que los trabajadores se desenganchen de las dudosas “obras sociales”, con sus proverbiales curros de intermediación.
Son cambios que Argentina hace inevitablemente desde el pozo en que se encuentra. Una oportunidad liberal que, de concretarse, podría convertirse en paradigma para la región.