SEGUIR
El finalizado período electoral dejó en evidencia los problemas que afectan a buena parte de los dirigentes políticos y comunicadores para entender la realidad política del país.
La semana pasada desde este espacio nos centramos en la lectura miope y cuasi imperialista de buena parte de la cobertura internacional de esta campaña, cuyos cronistas en su ansia por hacer encajar nuestra realidad a sus esquemáticos mapas ideológicos eurocéntricos, llevó a injusticias y errores varios.
Pero lo que en periodistas extranjeros puede entenderse (no aceptarse) como parte de una necesidad por explicar a gente de otras latitudes, lo que aquí ocurre, es directamente inaceptable entre gente formada en nuestro país.
Una primera crítica, algo esbozada en la pieza ya mencionada, tiene que ver con el vicio de atribuir la calidad de “ultra” a ciertas formaciones políticas, especialmente en el caso de Cabildo Abierto. Desde su reciente surgimiento, esta fuerza política ha postulado por boca de sus figuras más representativas, ideas que no chocan en nada ni con la Constitución nacional, ni con los valores generales que refleja el texto que regula nuestra convivencia. Es verdad sí, que algunos dirigentes de tercer rango de esta novel formación han hecho comentarios algo estrambóticos, pero siempre fueron desautorizados por los líderes del partido. Un partido que tuvo un crecimiento tan rápido, que parece natural que a sus líderes se les haya hecho difícil mantener una unidad de discurso monolítica.
Por el contrario, en el seno del Frente Amplio, y pese a su ya larga trayectoria, es común escuchar disparates absolutamente contrarios al espíritu de la Constitución, desde gente que reivindica la dictadura de Maduro, pasando por otros que dicen que “los medios de producción deben ser del Estado”, como dijo hace poco el diputado del MPP Óscar Groba. Y sin embargo, nadie acusa nunca a esta gente de ser “ultra”, ni ningún periodista ni biógrafo de candidato, siente la necesidad de salir a encender alarmas democráticas por ningún lado.
Otro tema que revela el nivel de chatura y falta de lectura de buena parte de nuestro estamento político y comunicacional, es la permanente referencia a esquemas como “derecha” e “izquierda”.
A ver: esta división de la política tiene como base lo ocurrido en la Europa posterior a la revolución francesa, donde de un lado (la derecha) estaban los defensores del antiguo régimen, la monarquía, la influencia religiosa, etc. Y del otro, quienes impulsaban un cambio que acercara al poder a sectores históricamente postergados como la burguesía y el campesinado. Más bien el primero que el segundo.
¿Qué tiene que ver esto con la política uruguaya? Pues nada. En nuestros 200 años de historia no existió nobleza local, la iglesia católica siempre tuvo un peso mínimo, y los dos grandes partidos tuvieron a lo largo de su historia en su seno sectores que apostaban más a lo individual y otros de corte más socialista. ¿Se puede decir que un partido como el blanco que fundó la Universidad, liberó a los esclavos, peleó por el voto libre y secreto, y tuvo a dirigentes como Bernardo Berro, Fernández Crespo o Wilson Ferreira es de “derecha”? ¿Ayuda eso a entender su marco ideológico, o solo confunde más las cosas?
La pregunta entonces es por qué hay gente que insiste en aplicar estas calificaciones que solo entreveran las cartas. Y hay una bien clarita.
Existe una estrategia bien definida de parte del Frente Amplio y sus satélites mediáticos y académicos de buscar meter a sus rivales en la tela de araña de estas definiciones. Primero porque cualquiera que escuche “derecha”, de inmediato piensa en Hitler, en Mussolini, en Videla, en Pinochet. Y, obviamente, eso no ayuda a nadie. La segunda receta es decir que nadie se define “de derecha” en Uruguay, cuando eso no tendría nada de malo. O que aquel que dice que derecha e izquierda no existen, es un derechista acomplejado.
Existió un escritor argentino muy interesante llamado Arturo Jauretche, autor de un libro llamado “Manual de zonceras argentinas”, que decía que el gran problema de nuestros países es que la intelectualidad “no quiere entender que son las condiciones locales las que deben determinar el pensamiento político y económico”. Pero para entender esas condiciones, es necesario estudiarlas, leer, y conocer a fondo nuestra historia e idiosincrasia. Algo que se da de frente tanto con la pereza como con la falta de pensamiento propio de nuestras elites académicas y comunicacionales. Esta campaña volvió a dejar en evidencia esta histórica “zoncera”, de la manera más cruel y despiadada.