Un abanico bien abierto

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A casi treinta años de los debates que terminaron por fijar la reforma constitucional que cambió el sistema electoral en 1997, sigue habiendo dificultades para entender sus consecuencias políticas, y en particular, la lógica de acumulación de las tres instancias que forman el ciclo electoral nacional.

En la llamada elección interna, de concurrencia no obligatoria, cada partido decide quiénes serán sus candidatos a presidente y se ordenan sus fuerzas sectoriales según el apoyo que reciban en esas urnas que reflejan, sobre todo, el sentir de sus militantes y simpatizantes más cercanos. En esta instancia que se cumplió en junio, más de uno de cada tres uruguayos estimó que debía votar, y por ello mismo se trata de unos comicios con fuerte participación: son pocas las democracias en el mundo que logran esa impresionante proporción de ciudadanos decididos a participar voluntariamente en la vida interna de sus partidos.

En la elección nacional de octubre la decisión es bien distinta. No solamente porque es obligatoria y eso hace que los candidatos deban conectar también con quienes no son tan politizados, es decir con casi dos de cada tres uruguayos hoy en día; sino, sobre todo, porque entre los partidos que conforman la coalición gobernante hay un juego de competencia y cooperación que es sofisticado y sutil.

En efecto, cada uno de ellos presenta su programa de gobierno y sus opciones para la presidencia y candidatos al Legislativo nacional. Y compiten. Pero cada uno de ellos también sabe que, una vez resuelta esa competencia de primera vuelta, la decisión clave será qué rumbo habrá de tomar el país en el balotaje de noviembre: si uno hecho de convergencias programáticas entre partidos con ideas y propuestas afines al actual camino; o uno hecho de ideas y medidas en las que dominan sobre todo comunistas y tupamaros en el Frente Amplio (FA).

Esta primera vuelta de octubre precisa así que haya un amplio y desplegado abanico de opciones que seduzcan a una mayoría de votantes, de manera de asegurar una mayoría posible también en el Parlamento, y con ello la gobernabilidad del país por cinco años. Es lo que ocurrió en 2019. Pero es también lo que ocurría antes, en el viejo sistema de doble voto simultáneo que caracterizó al país entre inicios del siglo XX y la reforma de 1997.

La diferencia consistía en que aquella apertura de abanico se hacía dentro de cada partido, con fórmulas presidenciales que marcaban sus diferencias a la vez que sumaban todas en un mismo lema: podían convivir, como por ejemplo ocurría en el vigoroso Partido Colorado triunfante de los años 1940 y 1950, una línea colegialista, otra anticolegialista, una más batllista de Luis Batlle y otra más afín a los catorcistas, con alguna candidatura histórica colorada sí pero claramente no batllista: de esta manera, todas sumaban a la victoria colorada, y el ejercicio del poder efectivo tenía en cuenta la aprobación que la ciudadanía daba con su voto a cada una de esas corrientes que, juntas, lograban mayoría en el Parlamento.

La actual configuración es similar y distinta a la vez. Similar porque cada partido, habiendo operado sus opciones en las internas, se presenta al escrutinio de toda la ciudadanía en octubre y de esa manera compite con los demás partidos de la coalición. Pero distinta, porque termina calificando una sola fórmula para disputar a la izquierda la presidencia en noviembre. De esta manera, es atendiendo a esta vieja forma de acumulación política tradicional de la historia del país, pero “aggiornada” por las reglas electorales de 1997 y la práctica inteligente llevada adelante desde 2019, que los partidos coalicionistas salen a la cancha a competir y también a colaborar.

No hay que dejarse engañar por críticas que procuran limitar este amplio abanico oficialista. Si se lo limitara, en realidad el que saldría ganando sería el FA, ya que su acumulación de matices y diferencias se hace a partir de sus listas al Parlamento que representan a sectores bien diferentes de la amplia izquierda uruguaya.

Al contrario, hay que ser inteligente y fomentar desde el oficialismo una oferta electoral amplia, en donde Mieres sume su socialdemocracia por un lado, Ojeda marque su perfil renovador colorado por el otro, Delgado se posicione naturalmente como el exponente más oficialista de la conducción propia de este gobierno, y Manini Ríos presente sus matices y sus diferencias para enriquecer por su lado un fondo común que construirá una mayoría parlamentaria de gobierno, como ya ocurrió en 2019.

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