EDITORIAL
Nunca hubo reparación ni reconocimiento alguno para los 66 muertos (y para sus familiares) durante la intentona revolucionaria de los tupamaros. Es hora de que se haga justicia para quienes cayeron defendiendo las instituciones o fueron víctimas inocentes de la violencia guerrillera.
Es una injusticia que se arrastra desde hace más de tres décadas: los familiares de las víctimas de los tupamaros nunca fueron compensados ni recibieron reparaciones ni reconocimientos de especie alguna. Entre ellos había policías, militares y simples civiles; 66 personas en total. Los uniformados murieron en defensa de las instituciones en tanto que los civiles fueron víctimas de actos terroristas cometidos por un grupo alzado contra el sistema democrático para instaurar un régimen castrista en Uruguay.
Para familiares de víctimas del terrorismo de Estado, para tupamaros, presos políticos, destituidos, perseguidos y demás damnificados por la dictadura se dictaron leyes de reparación que el Estado cumplió escrupulosamente. La inequidad entre ambas situaciones saltó a la vista hace tiempo, tanto que el propio Tabaré Vázquez en su primer gobierno propuso legislar para atender a estas otras víctimas olvidadas. Su propio partido político desestimó la iniciativa y algo similar pasó con proyectos que en su momento presentaron blancos y colorados.
En el camino quedaron además intentos privados, entre otros el planteado por el hijo de aquel bancario que esperaba el autobús en una parada de Pando cuando una banda armada, en un intento delirante, pretendió copar la ciudad. En el tiroteo con la policía murió a causa de un balazo ese ciudadano de apellido Burgueño, cuyo hijo, años después, apeló a la justicia en busca de reparación. Su tentativa fue inútil aunque no le faltaban razones a su demanda.
En la primera etapa de la guerrilla, cuando la consigna era "ármate y espera", grupos de tupamaros solían rodear a agentes policiales para quitarles su arma de reglamento. A fines de los años 60, cumpliendo con su deber, uno de esos agentes se resistió y fue asesinado a mansalva. Tenía veintipocos años y se llamaba Germán Garay. Esto pasó mucho antes de que se instalara la dictadura en un país democrático como Uruguay en donde —como el Che Guevara lo advirtió— no se justificaba crear una guerrilla. Otros compañeros de Garay fueron ultimados en esa época tratando de impedir un asalto a un banco, un robo de autos o un atentado en plena vía pública. En circunstancias de esa naturaleza murieron 34 policías.
Una vez que las Fuerzas Armadas, por decisión del Poder Legislativo, entraron en acción para reprimir lo que era una insurrección en auge, 18 militares fueron abatidos. Algunos de ellos perdieron la vida en diversos enfrentamientos con el aparato subversivo, en tanto otros fueron ejecutados fríamente, sin darles la menor oportunidad de defenderse, como fue el tristemente célebre episodio de los cuatro soldados que protegían la residencia de un jerarca militar.
Los 14 civiles asesinados en variadas situaciones representan el carácter terrorista que asumió a cierta altura de su trayectoria el movimiento tupamaro. Aquí ya no se trataba de combatir contra policías o militares que portaban armas sino de simples ciudadanos que por distintas circunstancias perdieron la vida sin tener arte ni parte en el choque entre los tupamaros y las autoridades. Emblema de esa tragedia es el peón rural Pascasio Báez, un paisano que tuvo la desgracia de descubrir en medio del campo un refugio tupamaro. Después que lo capturaron los guerrilleros resolvieron ejecutarlo con una inyección letal para evitar que delatara la existencia del reducto clandestino. Eso ocurrió cuando los guerrilleros invocaban al hombre de campo como uno de los destinatarios de la revolución que propugnaban. El tupamaro que le aplicó la inyección no solo está libre sino además beneficiado por las leyes de reparación.
En un nuevo intento por sensibilizar al gobierno del Frente Amplio para que haga justicia en la materia, el diputado nacionalista Jaime Trobo exhortó a la vicepresidenta Lucía Topolansky a interesarse en el asunto de modo de promover la sanción de una ley que contemple la situación de las víctimas de la sedición y sus familiares. Según se dijo, Topolansky se comprometió a ocuparse del tema, actitud que si llegara a concretarse pondría fin a un caso de inequidad flagrante.
Si en su condición de presidenta de la Asamblea General Topolansky lograra persuadir a los suyos de la necesidad de ocuparse de esos 66 muertos se daría un gran paso hacia ese lema tan grato para la izquierda que es "verdad y justicia". Verdad, porque ellos fueron víctimas de una situación de la que no eran responsables. Justicia, porque perdieron la vida, algo irreparable, pero que al menos justifica se los reconozca y se compense de alguna manera a sus familiares.