Por Diego Domínguez
Era una noche cualquiera en un apartamento del décimo piso de la ciudad de Quilmescuando el futbolista Alejandro Furia, con pasado en las juveniles de la selección uruguaya y Peñarol, decidió que era hora de ponerle punto final a su carrera. Y también a su vida.
La mente se le nubló y en su cabeza solo empezó a girar una posibilidad: la de tirarse del balcón y acabar con todo. La de terminar con un largo calvario. Y al mismo tiempo abrir otro en Uruguay, donde su familia recibiría la noticia.
Estaba solo. Ya había cenado, pero seguía vacío. Había hablado por teléfono con su hija y había intentado recomponerse viendo la serie titulada La casa de papel. Pero por ningún lado encontraba una salida.
Se lo imaginó todo. Pensó en el show mediático sobre su muerte. En los flashes informativos que se acercarían al lugar con un simple llamado. Pensó en el después. En la repercusión que tendría su salto. Y en ese microsegundo también le alcanzó para recrear una pequeña porción de su vida, que había quedado completamente gris.
Su hija, que apenas había cumplido los tres años, fue lo único de luz entre tantos pensamientos oscuros que rodeaban la escena. “Fue un segundo en el que dije ‘ta, me tiro’. Y lo único que realmente me frenó fue pensar en mi hija y decir ‘pah, yo por falta de coraje, voluntad o fuerza voy a condenarle la vida a ella’. Todo ese proceso lo hice en un microsegundo sobre la baranda. Se me pasaron pila de imágenes: flashes de cosas lindas, que ya no las veía tan lindas. Yo me arrimé, miré y no me dio vértigo ni nada. Me acuerdo que se veía toda la ciudad, que busqué un punto fijo y se me pasaron mil imágenes. Y en el momento que dije ‘¿qué voy a hacer?’ pensé ‘pah, mi hija no se merece esto’”, dijo Furia en diálogo con Ovación.
Pasó un año y nadie supo nada de la situación. Salvo su pareja, nadie sabía que detrás de un futbolista se escondía la imagen de un hombre depresivo. Hasta que empezaron los ataques de pánico repentinos y fueron de mal en peor: “El más significativo y que más sentí fue en un vestuario, antes de un partido. Estaba un domingo de mañana en el Capurro en un Fénix-Rampla. Estaba dando la charla el técnico, me paré y me fui sin explicar nada. Pensé que me había bajado la presión-había estado lesionado bastante tiempo y recién iba a volver a jugar-. Pero de ahí en adelante me empecé a sentir muy nervioso”.
Furia intentó darle un giro a su vida, que pasó como una ráfaga de los 20 a los 25 años -pasó por Peñarol, fue subcampeón de un Sudamericano y de un Mundial Sub 17 y levantó un Clausura con Plaza Colonia en el Campeón del Siglo-. Estaba buscando salir de Quilmes, donde tuvo un entredicho con el entrenador, y creyó que su mejor horizonte era Uruguay. Pero volver a la zona de confort tampoco le resolvió los problemas.
Llegó a Rampla Juniors y su rutina se transformó en un círculo vicioso: dormir, entrenar, comer, jugar al PlayStation. Y así todos los días. “Cuando me di cuenta que estaba depresivo ya habían pasado seis o siete meses”.
¿Cómo era posible que un jugador que ya había madurado y que se había quedado a una caricia de la gloria en el Mundial Sub 17 de México no tuviera más respuestas? ¿Cómo podía ser que la sonrisa del pibe que había tocado el cielo con las manos en el Estadio Campeón del Siglo derrotando a Peñarol se hubiera desdibujado? Sencillo: se abrumó y tocó fondo.
Alejandro Furia mantuvo su nombre, pero en un despertar se convirtió en otra persona. Sin que se diera cuenta, perdió su espíritu competitivo y entró, lento y progresivamente, en un túnel sin salida que lo deschavó del rincón más privilegiado del fútbol. “Empezó de menos a más. De Quilmes me fui a Rampla y llegué con energía. Después tuve un esguince de rodilla y nunca me había lesionado antes. Tenía ganas de volver a ser yo, pero mi cuerpo no me estaba dejando. Estaba asimilando muchas situaciones y en seis meses había jugado dos partidos”.
Entonces, reconoció que tenía un problema y recurrió a la ayuda profesional. Se compró un fidget spinner como una alternativa para bajar la ansiedad mientras seguía a prueba. Y con el tiempo mejoró, pero le quedaron algunas secuelas: “Terminé el año en Rampla, no jugué y no renové, y ahí arreglé en Central (Español). Ya no estaba depresivo, pero la depresión me dejó muy rebelde. No tranzaba nada con nadie. Antes capaz que era un pibe que me callaba un poco, que no quería ir al choque, pero la depresión me hizo entrender que si no me defendía solo, nadie me iba a defender. Y llegué a Central Español, donde el presidente era complicado y se metía en todo. Tuve varios cruces con él. (...) Llega un momento en el que te cansás de ver cosas que no están bien, como que a un jugador que tiene 18 años y juega todos los partidos le paguen $4.000 porque le hicieron firmar papeles. No cobrábamos nunca, solo por los subsidios de la AUF, y realmente hoy Central es la crónica de una muerte anunciada porque las cosas básicas estaban mal”, expresó.
A sus 29 años, el lateral decidió que el fútbol profesional ya no será más su prioridad. Sigue jugando -en Platense, de la Tercera División-, pero tiene su trabajo abocado a Trinche, una marca de indumentaria deportiva en la que aparece como principal figura. “El jugador de fútbol siempre tiene que mostrarse fuerte y preparado, y no: por más que parezca que está bien, es una persona como todas las demás. Hay un porcentaje muy grande que vive adentro de una burbuja, entonces la gente piensa: ‘¿Cómo una persona que tiene un nivel de vida tan alto puede decir que está deprimida?’”.
Completó: “A mí me sorprendía mucho ver que mi hermana estudiando se conseguía un trabajo con un sueldo un poco más arriba de lo mínimo y estaba chocha. Yo por dentro pensaba: ‘¿En serio se está ganando esta plata por ir ocho horas a hacer esto?’. Ahí es cuando empezás a mirar para el costado y a entender. Al principio, sos totalmente inconsciente de la realidad. No te das cuenta de que ir y comparte una tele de US$ 2.000 no es normal”.
En su momento de mayor auge, le aparecieron los clásicos “amigos del campeón”. Supo pasar gratis a bailes sin que lo revisaran y ahorrarse cuadras y cuadras de fila. Aprendió a convivir con la fama y a nuevamente pasar desapercibido. Con el diario del lunes, asume que haberse perdido cumpleaños de 15 o fiestas no fue un gran “sacrificio”. “El día que precisás algo en serio seguramente de esos 30 o 40 amigos que frecuentás quedarán uno o dos y algún familiar. Estuve muy bien y también casi que en bancarrota por decisiones mías, y ahí realmente abrí los ojos. Me di cuenta de lo solo que estaba. Y de que a veces el estar rodeado no es estar bien acompañado. Podés estar rodeado de gente, pero muy solo”.