La crianza en Minas le dejó a Alfonso de Luca el don de la picardía. No era todo correr ni patear atrás de una pelota. También quería ganar al Poliladron, en los juegos nocturnos y ser el mejor del PlayStation cuando jugaba con su hermano. Estaba difícil: era seis años menor y lloraba a mares si perdía.
River Plate, un gigante de la ciudad, fue su cuna futbolística. Y quienes somos de la ciudad sabemos que hasta el día de hoy perder un partido allí casi que es mala palabra.
Atenas de San Carlos, con los años, le sirvió como despegue. Pero el fútbol, en definitiva, siempre fue su despunte para calmar el vicio, especialmente durante la infancia, cuando tenía azotadas las paredes de su cuarto. La culpa, en parte, la había tenido su tío, que le regaló una pelota del Mundial 2010 firmada por todos los jugadores de la selección uruguaya. Así, sin saberlo, Alfonso de Luca comenzó a escribir su historia.
“Me la consiguió con el Loco Abreu. Nosotros, con mi hermano, la cuidamos como si fuera oro”, recuerda.
Sus padres decidieron abrir una carnicería en Tala y el recorrido de este joven, que hoy tiene 18 años, cambió de destino siendo un niño. Al poco tiempo volvió a mudarse, esta vez a Maldonado, nuevamente por razones de trabajo. Pero su objetivo nunca cambió: “De chiquito siempre soñé con que el fútbol fuera mi trabajo. No tenía otra opción”.
Puntero, de preferencia por derecha, ganó alas en San Carlos, maduró viviendo en Melo y se ganó la chance de llegar a la selección Sub 20, donde entrenó tres semanas entre junio y julio. De inmediato le salió la oportunidad de ser traspasado a Liverpool, donde ahora espera una nueva oportunidad en Primera División.
Por el camino quedó el liceo y esa meta aspiracional de terminarlo. “Lo dejé en Quinto. Se me juntó con la pretemporada, lamentablemente. Pero cada vez me llama más la atención estudiar y sé que lo voy a terminar”, cuenta.
De Luca, a sus 18, está “agradecido” por poder vivir de algo que le gusta. Dice que si bien nunca pasó hambre, valora la vida que lleva hoy: “Antes tenía un plato arriba de la mesa y ni pensaba. Ahora, que lo tengo que comprar yo, veo lo caro que es comer. Si me pongo a pensar, quedo agradecido”.
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