Redacción El País
Todo ocurrió a la hora de los sueños, aunque en realidad fue la feliz realización de un sueño: Nacional campeón mundial de 1980, en un marco que por entonces pareció casi irreal.
La Copa Intercontinental languidecía a fines de la década de 1970 ante el desinterés de los clubes europeos. La misma actitud tomó inicialmente el Nottingham Forest, dueño de la Copa de Campeones de Europa (todavía no se llamaba Champions League) en 1979 y 1980. Como ganador de la Libertadores 80, Nacional no se resignó y luego de largas negociaciones con la empresa West Nally se encontró un sponsor (la automotora Toyota) y una sede neutral para la final europeo-sudamericana (Tokio). Y el Forest aceptó jugar el 11 de febrero de 1981.
El tricolor disputó su último amistoso preparatorio el sábado 31 de enero, un 2-0 sobre Unión de Santa Fe con goles de Morales (penal) y Victorino. Al día siguiente, la delegación emprendió el largo viaje hacia Lejano Oriente, vía Río de Janeiro, Nueva York, Anchorange (Alaska) y finalmente Tokio.
La previa
En Nueva York pasaron la primera noche. Además, los jugadores se movieron para no perder elasticidad en los pasillos del sexto piso del hotel Doral en la Lexington Avenue: el técnico Juan Martín Mugica y el preparador físico Esteban Gesto no desperdiciaban un minuto.
El martes 3 de febrero a las 11.40 abordaron el vuelo de la compañía japonesa Jal. Tras la escala en Alaska, llegaron a Japón a las 18 horas locales del miércoles 4, con una semana de anticipación al partido con el Forest, para adaptarse al cambio de horario y al frío del febrero japonés. Y esa misma noche hubo otra sesión de ejercicios en el hotel.
Además, Nacional desembarcó con gran cantidad de souvenirs a repartir entre los periodistas y los hinchas nipones: banderines, carpetas con información, discos y hasta ceniceros de ágata.
Después se realizaron prácticas en canchas “de verdad”, como uno frente a la selección juvenil local.
El lunes 9, mientras los tricolores se dedicaban a mirar videos del Forest, llegaba a Tokio el campeón europeo. Las exigencias de la liga inglesa le impidieron anticipar el viaje. En su primera conferencia de prensa, sus jugadores admitieron que sabían poco o nada sobre Nacional. “Lo que nos interesa es cómo jugamos nosotros”, comentó McGovern.
Al día siguiente los dos planteles reconocieron el campo de juego del antiguo Estadio Nacional de Tokio, sede de los Juegos Olímpicos de 1964. Impresionó el amarillo del césped, quemado por el crudo invierno.
Y así fue
El partido empezó a la medianoche uruguaya entre el 10 y el 11 de febrero de 1981 (12 horas más en Japón), un horario más acorde para soñar que para ver fútbol. Pero aquel día ningún hincha se fue a dormir. Y con los festejos posteriores el trasnoche se estiró hasta la mañana. Así ocurrió, por ejemplo, en la sede tricolor de 8 de Octubre, donde se colocaron varios televisores para los socios.
Un rato antes, los dos equipos salieron juntos a la cancha, los 22 futbolistas posaron también juntos y de la misma forma dieron una especie de vuelta olímpica por la pista de atletismo. Volvieron a los vestuarios y entonces, por los parlantes del estadio fueron llamando a cada jugador, uno por uno. Fue una forma de presentar a los cracks en un país que por entonces trataba de difundir el fútbol.
Bajo las órdenes del árbitro israelí Abraham Klein, Nacional salió con Rodolfo Rodríuguez; José Moreira, Juan Carlos Blanco, Daniel Enríquez, Washington González; Arcenio Luzardo, Víctor Espárrago, Denis Milar; Alberto Bica, Waldemar Victorino y Julio César Morales. Por el Nottingham jugaron Peter Shilton; Viv Anderson, Larry Loyd, Kenny Burns, Frank Gray; Stuart Gray, Martin O’Neill, Ian Wallace, Raimondo Ponte; Trevor Francis y John Robertson. El técnico era Brian Clough.
Nacional pegó primero y eso valió doble. Y lo hizo con una jugada típica de aquel equipo del 80. Bica se tiró al medio, dejando libre la punta derecha. Por allí picó Moreira, quien llegó al fondo y mandó el pase al medio, por donde entraba Victorino. El centrodelantero paró la pelota y enseguida sacó el remate de derecha que venció a Shilton.
El conjunto inglés sintió el golpe, pero de a poco se repuso y atacó con insistencia, buscando el empate. Allí apareció en todo su esplendor la figura de Trevor Francis, que volvía de una prolongada ausencia por lesión. Por la punta o por el medio resultó casi siempre imparable.
Pero Rodolfo Rodríguez cumplió una tarea impecable en el arco, con atajadas espectaculares. Blanco, como líbero, y Enriquez, como stopper según el esquema de aquel Nacional, también respondieron en gran forma.
Lo curioso del encuentro es que si bien Nottingham Forest dominó buena parte de los 90 minutos, el tricolor llegó otras dos veces a la red de Shilton, a través de Luzardo y Bica, pero fueron anulados por Klein.
Una de las sorpresas, al menos para el público que siguió la final por televisión, fue que la organización otorgó el premio de un automóvil Toyota Célica al mejor jugador del partido. Los periodistas presentes votaron y estos fueron los cómputos: Victorino 30, Moreira 11, Rodolfo 7 y Espárrago 2.
El propio Espárrago, como capitán, levantó la ambicionada Copa Intercontinental, la de la pelota sostenida por cuatro pilares. También se entregaba la Copa Toyota. Y el autor del único gol subió a una plataforma donde estaba el coche, de audaces líneas para la época, para recibir una llave simbólica de grandes dimensiones. Tiempo después recibió el modelo en Montevideo, donde no pasó inadvertido.
Cada instante del viaje y del partido impactaron por la novedad, por lo exótico. Pero en esa década de 1980 la disputa de la Copa Intercontinental se volvería casi costumbre para los clubes grandes. Nacional volvería a Tokio en 1988, Peñarol lo haría en 1982 y 1987. Tiempos que hoy parecen más lejanos que la moderna Tokio...