En tiempos de coronavirus, Mathías Olivera decía: “Uno siempre sueña con la selección uruguaya, pero hay que estar tranquilo y seguir trabajando”.
Ayer, cuando la marea subía y el acecho del ejército brasileño irrumpía a pocos metros del arco, el ahora zaguero de Uruguay sacaba el coraje necesario de un capitán a pesar de no ser el portador del brazalete. Desde responsabilidad para salir jugando hasta ojos bien abiertos para cortar pases entre líneas, mostró oficio y desnudó parte de la jerarquía que lo llevó a transformarse en la figura del equipo en una misión que pintaba como turbulenta tras el empate 1-1 de Brasil.
De tanto remarla en los últimos años, desarrolló músculo en sus brazos hasta que un día esa tan soñada llamada le llegó. Tras un pase frustrado a Galatasaray, tuvo que dejar atrás la casa de sus padres —que lo tuvieron siendo adolescentes—, se marchó a Getafe (España) y emigró a Nápoli (Italia). Hoy, registra 26 partidos en la mayor y en el de anoche ratificó que ya tiene la madurez pulida por la chapa europea.
Atrás -muy atrás en el tiempo- duerme aquella frustración del jugador que no era citado por el maestro Óscar Washington Tabárez. Atrás -o, por lo pronto, antigua- parece haber quedado aquella imagen de Olivera como lateral izquierdo de la selección uruguaya.
Devenido en zaguero con la llegada de Marcelo Bielsa a la dirección técnica, muestra que tiene credenciales para jugar en la posición y en el Arena Fonte Nova, una vez más, fue una muralla y, en parte, responsable de que Vinicius no hiciera goles.
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