Lo apodaban el Mago. Tenía un talento único. Pocas veces visto adentro de una cancha. Es algo que repiten aquellos que alguna vez lo vieron jugar.
Fabián O’Neill tenía todo para quedar en los libros del fútbol como una leyenda. Pero eligió ser recordado como lo que fue: un buen jugador, sí, pero con una carrera venida a menos y, sobre todas las cosas, diferente. Tan diferente que decidió ponerle punto final con solo 29 años, cuando el alcohol se apoderó de su cuerpo y le ganó la pulseada.
El mismo O’Neill fue su peor enemigo. Supo tenerlo todo. Supo ganar más de US$ 14 millones y comprarse tres estancias en cuestión de 10 años. Pero también supo perderlo, y para eso no necesitó tanto tiempo.
Con los años, el Mago fue perdiendo su encanto. El vaso de alcohol le empezó a ganar a la varita y las salidas por las noches con amigos se hicieron un habitué hasta barrer los miles de kilómetros que había recorrido antes en busca de un sueño.
La rutina atrás de la pelota, de a poco, fue sumando nuevos adeptos. De pronto se multiplicaron los amigos, apareció la timba y las noches sin dormir antes de un partido o entrenamiento pasaron a ser costumbre.
Toda esa indisciplina le costó divorcios, aunque igualmente le alcanzó para repartir fútbol, goles y asistencias por Uruguay y distintas partes de Italia.
A base de talento, el chico que extrañaba a su abuela y a su querida Paso de los Toros, asombró en Nacional y ascendió al primer equipo todavía con la edad de un adolescente. Hizo buena letra, se ganó el puesto de titular y empezó a ganar fuerza el título de jugador del futuro.
Ese joven creció y se dejó llevar por las malas juntas. Tan así que alguna vez, como recuerda el libro “Hasta la última gota”, no le quedó más remedio que tomarse un taxi porque no llegaba a un partido. Así le fue: terminó vomitando en el primer tiempo.
Al final del cuento, de poco le valieron los reiterados intentos en los que pasó sin tomar una sola gota de alcohol, cuando corría el año 2020, porque volvió a caer en el vicio. En ese entonces, O’Neill habló con Ovación y confesó que se sentía renovado: “Ahora me levanto a las cinco de la mañana a tomar mate, a la hora en que antes me acostaba”.
“Tengo 47 años y tomé 38. Era un gurí y ya pasaba en los bares con gente veterana. Empecé con un poquito de vino en el refresco. A los 10 u 11 años ya andaba de noche por todos lados, haciendo mandados en las whiskerías. Siempre había alguien que me decía que era un niño y que me fuera para mi casa, pero yo viví con mi abuela y pasaba en la calle. Nunca fui de hacer mucho caso. Mi abuela fue muy importante para mí, la persona más importante, pero me hacía todos los mimos, todos los gustos. Además, la vida era distinta antes y en Paso de los Toros no había ningún peligro ni problema de nada”, contó en ese momento.
O’Neill tomó el camino que parecía ir a contramano de su destino en el fútbol. Eligió el del futbolista desfachatado, que pasó prácticamente las mismas horas adentro de un bar que de una cancha. Y se fue dejando la misma sensación: que el alcohol fue su único techo.
“A mí no me molesta ser pobre. No me cuesta. Yo teniendo para tomar y que mis hijos estén bien, ya está”, dijo alguna vez.