Por Diego Domínguez
El acento uruguayo se le funde en la mezcla de un español con tonada de extranjero. Lo palpa en la calle, lo mama de su casa, con sus hijos, y lo repite de forma inherente del otro lado del teléfono.
La de Marcelo Romero es una historia que trasciende fronteras. El Gato vive hace muchos años en España, lejos de Uruguay, pero es bien sencillo abrirle el baúl de los recuerdos. Basta con preguntarle por la selección, su paso por Peñarol o las meriendas que le preparaba su madre con cocoa y agua caliente para que haga un viaje al pasado sobre las vivencias más simbólicas de su carrera futbolística.
Se crio en el barrio Colón, en una casa humilde, donde no sobraba el pan ni la plata. Allí creció bajo la lupa de sus padres, dos especialistas en “disfrazarle” una vida de larga lucha para llegar a fin de mes.
“Con la inocencia de uno, llegaba tu madre y te compraba una zanahoria y un par de fideos y decía ‘dale, ya está la comida’. O cuando no había leche, le encajaba el agua caliente a la cocoa. ‘Esto le va a dar fuerza, mijo’, y vos arrancabas”, recuerda quien siendo un chiquilín ya hacía trabajos de hombre para ayudar en casa. “Desde los 14 años ya estaba trabajando. Era lo que hacíamos casi todos los chicos que no teníamos los medios necesarios; teníamos que laburar. A los 14 años hacía de todo un poco. Lo primero que me salía lo agarraba y después me iba a entrenar. Había que comer. Yo no iba a los bailes porque no había (plata). Tenía que esperar a las cinco de la mañana para que abrieran la puerta”.
Desde cortar el pasto, limpiar bares hasta changas en leñerías, el exfutbolista tuvo una infancia marcada por la pobreza. Las carencias se desnudaban por sí solas, y ese fue el mundo con el que convivió durante años mientras jugaba al fútbol en Defensor Sporting.
Un día pasó a Peñarol y en su billetera empezaron a guardarse el doble de billetes. Inmediatamente después: aprovechó la oportunidad en la cancha. Mostró garra. Se asentó en el plantel. Y peleó cada pelota con rebeldía, como si fuera la última.
Esa hambre de gloria le valió, más temprano que tarde, para estar citado a la selección uruguaya, según relata del otro lado de la línea telefónica: “En la selección llegué a jugar con un montón de monstruos, que eran ídolos. El fútbol era otra cosa: había rebeldía, no estabas pendiente de si cobrabas o no... Después me fui a China y cobraba US$ 30 de viáticos y no tenía problema. Si tenías que pagarte el billete de avión para venir a jugar a Uruguay te lo pagabas y te venías. Muchas veces era voluntad y garra de los jugadores de esa época. Llegabas a Uruguay, solamente mirabas la camiseta y estabas deseando ponértela. Si tenían partido con su equipo, todos los jugadores te decían que no jugaban; que se iban con Uruguay”.
Por esos años, Peñarol dominaba en el fútbol uruguayo y el Gato era una de las piezas indiscutibles en el tablero. Se paraba a pocos metros de Antonio Pacheco, Serafín García, Pablo Bengoechea, entre otros jugadores, con los que se entendía de memoria.
Este último -hoy director deportivo del club- fue uno de los que lo marcó para siempre. Ni bien llegó, lo hizo comprarse su propio apartamento. “Metías el sueldo que vos ganabas en un pozo. Llegabas con un coche bueno y te hacía ir a devolverlo. ‘Andá a comprar un apartamento, dejate de joder’. Son jugadores de otra época, que por algo tenían esa cabeza”.
Con Bengoechea compartió plantel en la selección uruguaya. También fue compañero de varios futbolistas de Nacional que sufrieron el buen momento de su tradicional rival, que terminó ganando un quinquenio en la década del 90.
“He tenido compañeros que venían de Nacional y morían por Peñarol. Al año o a los dos años te dabas cuenta de que ni se acordaban que habían jugado en Nacional. Es increíble el cambio que produce estar ahí. Yo lo veía perfecto porque venía de Defensor y era fácil decir que te hacías hincha de Peñarol a muerte. Pero que uno que venía de Nacional al año fuera igual, me llamaba la atención”, dice con un acento característico, después de vivir prácticamente media vida en España.
A Romero, que a sus 46 años le sobra la tranquilidad en su casa del centro de Madrid, le corría sangre por las venas en aquellos tiempos. El fútbol lo transformaba a tal punto de que fue uno de los que saltó a la cancha en el recordado clásico que terminó con 10 protagonistas procesados con prisión, en noviembre de 2000. “Yo venía de Bolivia de jugar con la selección y ese clásico me dejó afuera Julio (Ribas). Lo vi en la tribuna (América). Después me metí a meter piñata, pero eran todos compañeros míos: (Mario) Regueiro, (Gustavo) Varela, Ojota Morales. Habíamos estado en la selección hacía dos días. Son esas locuras que hacés... te metés para pelearte, pero cuando mirás son tus amigos. Eso es el fútbol uruguayo: te calentás, te pegás y después te abrazás”.
Ese temperamento único lo trasladaba también a la selección uruguaya, donde compartió plantel con Diego Forlán, uno de los “raros” de aquella generación, pensaba Romero: “Éramos jugadores de barrio y nos decíamos: ‘Bo, mirá este. Habla inglés y nosotros no sabemos. Está de vivo. No puede aprender inglés. Si nosotros no sabemos, vos tampoco’”.
Hoy, que sus hijos estudian inglés y alemán, se dio cuenta de que Cachavacha era un adelantado para ese momento. “Nosotros siempre fuimos del asado, del vino, y siempre veíamos una conducta que para nosotros era rara. Pero era la normal, la adecuada para cualquier deportista de élite. Con el paso de los años vas aprendiendo y te vas dando cuenta de que nosotros no nos cuidábamos. Metíamos un asado antes del partido, no decíamos ni un hello, y él ya estaba despegado. Estaba con su alimentación y su dieta, estaba todo marcado. Terminabas de entrenar y el seguía pateando con izquierda y derecha. Íbamos a jugar por ahí y era el traductor. Tenía un nivel cultural muy alto. Y al final, te das cuenta que esos jugadores marcan la diferencia”.
Así como él, conoció a varios más. Diego Alonso y Julio Ribas, por ejemplo, fueron otros dos casos excepcionales, dice. “Julio Ribas era igual. Cuando lo tuve en Peñarol era un despegado. Teníamos una sala, te ponía los partidos y decía ‘este acá siempre hace lo mismo’. Hoy en día los videos y los teléfonos son mucho más prácticos, pero él te venía con casetes, espacios reducidos, que hoy son los que se están haciendo. Yo pensaba que era un loco del fútbol, pero era un adelantado”.
Lo mismo el Tornado: "Estuvimos en el 99 (con la selección) y en el Málaga jugando un año juntos. Lo tuvo a Julio en Bella Vista muchos años y es más o menos igual. Él tenia claro que iba a ser entrenador cuando estaba jugando. Es gente que le encanta el fútbol, que muere por el fútbol. Tenía esa pasión de seguir viajando, cambiando de ciudad, de tener la valija preparada para irse con su familia. Tenía una virtud y era que no daba una pelota por perdida. Cualquier balón que iba agarrar el arquero, lo tenía al Diego al lado esperando a que se equivocara. En el Málaga había jugado seis partidos y llevaba seis goles. Con el tiempo que había jugado, capaz que sumaba 60 minutos".
El Gato anhela todos los viejos momentos que le quedan de su historia deportiva y al mismo tiempo sigue disfrutando de los atardeceres de España, tierra de la que se enamoró después de jugar en el Málaga. Fue entrenador de ese club, enfrentó al Real Madrid de Zinedine Zidane, invirtió en panaderías y guarderías, educó a dos hijos con su esposa y se radicó para seguir viviendo en Europa por un buen tiempo.
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