Con 34 años, el futuro profesional de cualquier deportista de elite promedio se empieza a desvanecer como quien mira pasar el tiempo a través de un reloj de arena. Los años que ponen a la mente en piloto automático, y que ordenan las ideas, le pasan factura a la memoria biológica y a cuerpos a los que cada día les cuesta un poco más dar una respuesta física. Eso invita a que muchos futbolistas ya se predispongan a tocar la puerta del retiro aun cuando son adultos jóvenes y les quede, en promedio, al menos medio siglo por vivir (la esperanza de vida en Uruguay cerró en 78 años en 2023).
No es el caso de Ignacio Lemmo —el número 10 que regresó a Progreso esta temporada—, que prescinde de pensar en lo que serán sus días para ese entonces y se concentra en disfrutar, soñando despierto, de ver a su club escolta en el Campeonato Uruguayo, a solo dos puntos del líder Peñarol.
“En Progreso, siempre me fue bien y tenía la sensación de que si volvía, recuperaba mi nivel enseguida. Cuando ellos me necesitan, yo los necesito y es algo mutuo. La gente sabe que cuando volví, nunca fue por la plata; fue para jugar y estar enfocado en eso. Por más que no sea del barrio ni me haya formado en el club, creo que estoy más identificado con Progreso que con cualquier otro equipo en Uruguay”, admite.
Por su posición, pertenece a esa clase de futbolistas que en el mundo moderno están en extinción. Es un número 10 clásico, que reconoce que el rol se ha devenido en el de mediocampistas mixtos o mediapuntas. Pero ya no se habla de ese 10 antiguo. De ese jugador que hacía la pausa para habilitar y era el nexo con el centrodelantero. Hoy “todos tienen que correr y marcar”. O al menos eso es lo que ha visto.
Para su suerte, el Progreso que dirige Carlos Canobbio desde 2022 se ha comprometido a casi no variar el estilo, a pesar del rival. “Atacamos mucho y con variedad. Por adentro, por afuera. Creo que eso, en mi posición, me lo hace mucho más fácil y siempre tengo opción de pase. Lo que ahora está haciendo Mauricio Pereyra en Nacional puede ser el espejo de lo que era un 10 de los que jugaban antes. Él es de mi generación y sabía que cuando volviera iba a hacer la diferencia”.
La inteligencia que muestra hoy en cancha, que hasta el momento se traduce en tres goles en los primeros ocho partidos del Apertura, la mamó en parte del manual de Julio Ribas, de quien aprendió mucho en Bella Vista. “Si bien uno tenía una idea de cómo era él, no es nada que ver a lo que vende como personaje. Fue un gran entrenador, muy cercano al jugador. Yo era chico y en ese plantel había muchos jugadores grandes”.
La picardía la cultivó con su padre, que lo acompañó a hacer una locura camuflado hace unos años, cuando peleaba el ascenso a Primera. “Jugamos la semifinal de los playoff y pasamos a la final. De tarde jugaban Cerrito-Villa Teresa en el Maracaná y el que ganaba iba con nosotros al miércoles siguiente. Fui con mi padre a mirar, tapado para evitar algún problema. Chusmear a los rivales sirvió porque después ganamos”.
Así, sin la necesidad de ser tan mediático, Lemmo quiere seguir escribiendo su propia historia abrazado a Progreso, disfrutando y, otra vez, soñando despierto hasta lograr la clasificación a copas internacionales.