De tarde abro Google y escribo: “Mejores goles de Luis Suárez con la Selección Uruguaya”. Aparecen los 69, uno a uno, como si fueran parte de una película que ya vi: el primero, contra Bolivia en el Estadio Centenario, en octubre de 2007, el que hizo contra Ecuador en 2009 y que habilitó el repechaje contra Costa Rica para llegar al Mundial de Sudáfrica 2010, el que le marcó a México en ese mundial y los dos que hizo contra Corea del Sur cuatro días después.
Y en eso, entre los goles, aparece aquel momento, en el que el mundo se volvió, para nosotros, uruguayos, un lugar repleto de posibilidades.
Era 2 de julio de 2010 y Uruguay se jugaba el pase a la semifinal delmundial contra Ghana. Tal vez no sea necesario contar nada más. Estoy hablando de aquel cabezazo de John Mensah que Suárez sacó con las manos desde abajo del travesaño y evitó que cayéramos contra los africanos en el minuto 120. Estoy hablando de ese día en el que ese manotazo nos salvó a todos de la decepción y de la tristeza. Estoy hablando de ese día en el que Luis Suárez nos dio uno de los momentos más épicos de nuestras vidas. Estoy hablando de ese segundo en el que Luis Suárez habilitó todo lo demás: el penal que erró Asamoah Gyan, la tanda de penales, la picada del Loco Abreu, la posibilidad de ser uno de los cuatro mejores del mundo después de 44 años.
Para mí —que nací en los 90, que había visto a Uruguay en una copa del mundo una sola vez, en el 2002, y que lo había visto quedar afuera en fase de grupos contra Senegal junto a mis compañeros y mi maestra Claudia en la Escuela 7 de Melo— ese mundial y, sobre todo, ese partido contra Sudáfrica, se transformó en la gloria absoluta.
Yo había crecido viendo a Uruguay perder y, de pronto, había una selección que nos había hecho cambiar la realidad: gritaba goles, tenía mi propia camiseta, salía de caravana por mi ciudad, tenía una vuvuzela que tocaba encendida en la plaza después de cada partido, pero, sobre todo, sabía que nosotros también podíamos ser campeones.
Eso pasó un año después, cuando ganamos la Copa América en Argentina. Y ahí también estuvo Suárez: en el gol del empate contra Perú, en el penal contra Argentina, en los dos tantos en la semifinal, en el primero para ganarle a Paraguay. Todavía tengo guardado el póster que salió con Ovación un día después: Diego Lugano levanta la copa, están Fernando Muslera, el Ruso Pérez, Forlán, Cavani, el Cebolla Rodríguez, Egidio Arévalo Ríos, están todos. Abajo, con un puño en alto y el grito en el cielo, está él, Luis Suárez.
Todavía no lo sabe, pero el 11 de mayo de 2014, mientras esté jugando un partido con el Liverpool se romperá los meniscos, nadie creerá que pueda llegar a jugar el Mundial 2014, salvo él y un médico, Walter Ferreira. Pero llegará, le meterá dos goles a Inglaterra, morderá a Giorgio Chellini en un partido contra Italia y la FIFA lo expulsará de Brasil y le dará una de las sanciones más duras de la historia. Pasará 9 partidos sin jugar con Uruguay. Y volverá, porque Suárez siempre vuelve.
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El 6 de setiembre de 2024 el día amanece celeste: como si fuese un presagio o un anuncio obvio, evidente. En Montevideo los ómnibus andan, desde temprano, con la imagen de una camiseta celeste con el número 9 en el parabrisas. Los autos llevan banderas y camisetas. Se ven, también, en balcones y en ventanas. Cada tanto, por 18 de julio, alguien toca bocina y alguien responde. En un shopping hay pantallas que pasan sus goles en loop, como si fueran un poema o una canción.
Hoy no es un día más: es el día en el que Luis Suárez se despide de la Selección Uruguaya y hay que estar a la altura.
Mucho antes de que empiece el partido contra Paraguay por las Eliminatorias, los alrededores del Estadio Centenario anuncian que allí pasará algo importante. Los hinchas, que agotaron todas las localidades al otro día de que Suárez anunciara que este sería su último partido, llegan con camisetas, banderas, caretas, carteles, sombreros. Cantan Ole, ole, ole, Suárez, Suárez.
El partido empieza y se termina sin que pase nada: una pelota de Suárez pega en el palo, pero no alcanza yUruguay y Paraguay terminan empatandocero a cero.
No importa, porque lo que la gente fue a buscar, hoy, al estadio, es verlo a él con la camiseta celeste y el número 9 en la espalda: una vez más, una última vez.
No importa, porque al final, después de que Suárez hable, enojado, con el árbitro Darío Herrera, entrarán a la cancha Forlán, Godín, el Tata González, Walter Gargano, el Ruso Pérez, Diego Lugano, Jorge Fucile y casi todos los jugadores de Sudáfrica 2010, y también entrará Óscar Washington Tabárez, el entrenador que nos llevó a lo más alto.
No importa porque habrá un momento en el que todo el estadio hará silencio y mirará, con el respeto y con la devoción con la que se mira a un ídolo, uno a uno cada uno de sus goles.
No importa porque cortarán las redes de los arcos y él se las llevará, porque pondrán una placa en uno de los travesaños que dirá, para siempre, “Arco Luis Suárez”.
En el medio de la cancha, abrazado a su esposa y a sus tres hijos, rodeado de sus compañeros y amigos, después del saludo de Lionel Messi y de Neymar, de Enzo Francescoli y del Loco Abreu, Suárez llora.
Después le dan un micrófono. Habla: del grupo, de Tabárez, de los jugadores, de Walter Ferreira, de aquella lesión que casi lo deja afuera, de las más difíciles, de las glorias, de los ídolos, de jugar junto a Forlán y junto de sus capitanes. Dice eso que ya ha dicho: “Llegué hecho un niño y me voy siendo una leyenda”. Dice, también: “Intenté dejarle a esta nueva generación algo de todo lo que me enseñaron a mí”.
La gente lo aplaude, alza sus banderas y carteles como si, en ese gesto, consiguieran tocarlo, abrazarlo. Él, el máximo goleador histórico de nuestra Selección, camina por toda la cancha junto a sus hijos: da la última vuelta.
Cuando las tribunas se vacíen y las luces se apaguen, cuando el estadio quede en silencio, habrá algo que se nos terminará. A mí, a nosotros, que crecimos viéndolo jugar, que construimos nuestros recuerdos junto a él: Luis Suárez se irá y, con él, también, se irá el último de los que nos hicieron creer que todo era posible.Nos quedarán los recuerdos y nos quedará la nostalgia, pero sobre todo, nos quedarán algunas certezas. El tiempo pasa demasiado rápido. Aunque parezca que no, la historia siempre puede contarse diferente.
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