El día está gris, pero se ilumina al son de la energía que suelta cada chiquilín que entra al comedor en busca de un plato de comida. Un “buen día, buen provecho” introduce a un sinfín de saludos que reciben a cualquiera que entre por la puertita del costado del Gran Parque Central y en poco tiempo ya toman forma de charla.
—Hola, ¿todo bien?
—¿Nos sacás una foto?
—Sacanos a todos los pibes acá, dale.
—Facu, ponete. Cuba, vos también, dale.
—¿Podemos verla?
Las voces son indescifrables. Los pedidos llueven de una mesa a la otra y demuestran que todos allí se sienten a gusto. Algunos más tímidos, como el cubano Romario Torres, prefieren esconder su mirada en el celular. Otros más sueltos, como Rodrigo Mederos, prestan su tiempo a Ovación para participar de una entrevista durante el almuerzo.
—Yo soy de Tarariras y mi madre no me quería dejar venir porque pensaba que era muy chico. Tenía 13 y ella me planteó que si quería venir, tenía que terminar el estudio. Al principio vine sin saber que iba a quedar. Me habían dicho que quedaban dos cupos libres y éramos tres que veníamos a probar. A las dos semanas me dijeron que iba a quedar fijo en la residencia y ha sido una experiencia muy buena. Nacional te facilita mucho porque te paga todo: el estudio, la comida y te da un lugar en donde dormir. Cuando estaba en Séptima o Sexta yo pasaba todos los días jodiendo. Pero ahora, que estoy del otro lado, soy el que quiere dormir.
Son las 12 del mediodía y en la residencia de Nacional los platos ya están servidos. La televisión tiene puesta de fondo la entrevista de Miguel Granados a Lionel Messi. Los cuartos se presentan con zapatos de fútbol sobre las ventanas y camas que en su mayoría aparecen tendidas.
Al fondo descansa un cuadro con el plantel de la generación 1999/2000 -que esconde un libro invisible de anécdotas y picardías, como las que protagonizaba Santiago Rodríguez, que se escondía adentro de los roperos para irse a dormir más tarde- y en el comedor relucen colgadas las camisetas de Thiago Helguera, Renzo Sánchez y Mateo Antoni.
En una fila y ordenados, los chicos van pasando uno a uno en busca de su alimento. Cada cual se sirve lo suyo, carga su agua y vuelve a la cocina después para lavar el plato. Así repiten la rutina todos los días unos 40 juveniles del interior que duermen en esa casa confeccionada hace un año a espaldas de la Tribuna Scarone. También van otros 40 chicos, que, aunque no viven allí, caen a menudo a la hora de la cena y el almuerzo. Además, en esa bolsa hay dos extranjeros.
“Tenemos la gran suerte de trabajar con gente que está luchando por su sueño. Pero también tenemos esa lucha de que los chiquilines se den cuenta de que son privilegiados al vivir esta realidad que tiene Nacional, donde a nivel de infraestructura y personal tienen unas comodidades que no existen en el resto del fútbol uruguayo”, cuenta Diego Gonzo, el director del hogar.
Las historias que pasan por delante de sus ojos y los del entrenador Mauricio Vieira, que trabaja desde hace más de 16 años en el club, son infinitas. Ambos se comprometen tanto con su trabajo que por momentos no conocen de horarios y por sobre sus roles imprimen su condición de padres y su don de gente.
Personificar las vivencias de estos dos funcionarios en un solo nombre y apellido sería injusto o, por lo menos, escueto. Pero hay casos que pueden ser la excepción a la regla y uno, conocido públicamente por todos, es el de
El artiguense aterrizó en Montevideo con 16 años y fue derecho a parar a la residencia de juveniles, que en muy poco tiempo se transformó en su casa. Incluso los fines de semana, donde viajar de regreso a su tierra era impensado (por costo y distancia). Para sorpresa de muchos, al día siguiente de ser campeón del mundo Sub 20 con Uruguay, llamó a Gonzo para pedirle almorzar con los otros gurises. Señal de agradecimiento y de sentido de pertenencia. Hoy ya no es su casa, aunque el corazón siempre estará en ese lugar.
La formación
La paz y armonía se aflora a los ojos de cualquiera que visite la residencia. Hay chicos con la camiseta de Nacional puesta, algunos más abrigados y otros menos. Unos que están en plena transición de la niñez hacia la adolescencia y otros que ya tienen aspecto de hombre y que rozan los 18 años. Todos saludan. Sin distinción alguna. “Acá son seres humanos; más arriba es el negocio. Yo empecé en una residencia que era un conventillo: no había nada para los gurises y la comida era un cuadrado de polenta con salsa por arriba. Si invitaban a otro aspirante, le iban sacando a los que ya estaban. Los gurises iban al videoclub a comunicarse con la familia y estaban mal ahí hasta que nos movimos a 8 de Octubre (anterior residencia) y cambiaron muchas cosas. Ahora, para mí, ya son como hijos. Están los abrazos, algunos que terminan llorando porque tienen un nudo guardado... Dejan a la familia, a sus amigos, tienen que ir a un liceo nuevo y conviven con reglas enormes en la parte deportiva”, dice Vieira.
Nacional, además de darles el techo y la comida, se encarga de que estudien. El club tiene un convenio con el Colegio y Liceo Pallotti y hace una inversión superior a los US$ 250.000 anuales para tener su residencia en funciones.
Llegan proyectos del interior más profundo, pero también del extranjero. Hoy no solo está integrado el cubano Romario Torres, sino también Mateus Sampaio, un chico brasileño que desembarcó en Uruguay sin saber una palabra de español, solo por el hecho de que sus padres se inclinaron por Nacional antes que Inter de Porto Alegre pensando en que tendría más oportunidades.
Facundo Escobal y Lautaro Muñiz, uno de Paysandú y el otro de Flores, son otros de los que aportan a la diversidad de la casa. Ambos son zagueros y juegan en Séptima. Uno es suplente y el otro titular, pero cuando hablan de sus sueños eso parece casi anecdótico: “Aunque te digan que llega uno en un millón, nuestro sueño es llegar a Primera y después a Europa”.
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