Una simple pregunta a costas de un deseo desembocó en un pesadilla silenciosa para toda una familia: “Papá, ¿me hacés upa?”, le decía una de las hijas de Octavio Rivero a su padre, a quien el sentimiento de indignación le corría por las venas.

Se lo preguntó a diario, tanto como pudo, mientras la dejaron. Hizo valer su inocencia sin que la cuestionaran hasta que un día llegó el freno.

El dolor era tan grande que el futbolista, padre y también esposo, no aguantó más. El “upa” que pedía la pequeña era una tortura para su rodilla y así se lo hizo saber, aunque antes estuvo desbordado por el llanto.

“Me incomodaba esa pregunta porque durante estos últimos dos años no las podía agarrar en brazos. Son cosas que no solo son traumáticas para uno, sino también para la familia”, confesó el jugador, que en las últimas semanas le dio el sí aRacing luego de un año turbulento.

Su vida no solamente ha estado adornada por los goles; también tuvo de los otros momentos: los tensos, los angustiantes y los que a los deportistas les cuesta mucho más poner en palabras.

No hace falta irse muy lejos en el tiempo para notarlo. Basta con repasar las últimas dos temporadas de su carrera deportiva, donde en 2021 se fracturó los ligamentos cruzados y en 2022 la maldición le volvió a caer haciéndolo pasar un fin de año frustrado y un 2023 en el que todavía no sumó minutos oficiales.

Por todo eso y más, en la búsqueda de la paz y la tranquilidad y en el afán de estar cerca de los suyos, decidió volver a las raíces. Encontró en Racing una propuesta cálida y dio la casualidad de que lo mismo eligió el arquero Luis Mejía, su compañero en Nacional (2019) y en Unión Española de Chile (2022-2023), porque de antemano no tenían “nada pactado”, aseguró el delantero. “Tenía ganas de estar en Uruguay. Jugué en Central Español seis meses, en Rentistas y en Nacional también. Me pareció un buen momento. Físicamente estoy muy bien y mentalmente, después de todo lo que me pasó, salí fortalecido. Sigo con hambre de lograr cosas importantes”.

Sus principales ganas pasan por demostrar que a sus 31 años todavía sigue vigente y que su olfato goleador, aunque se vio adormecido por las lesiones, sigue presente en su memoria futbolística.

En los tricolores, donde solo estuvo seis meses, Rivero no mostró su mejor versión. Llegó en 2019, poco después de transitar una depresión que se desató por tener diferencias con el entrenador de Atlas, en México, quien -según narró- de un día para el otro dejó de considerarlo: “Llegué con exceso de peso por ese tiempo en el que estuve dos o tres meses sin jugar. Ahora hace nueve meses que no juego, pero en ese momento era más chico y no lo supe controlar. Hice una gran pretemporada, jugué los primeros dos partidos con (Eduardo) Domínguez y al tercero me desgarré. Entró (Gonzalo) Bergessio, empezó a hacer un millón de goles y se hizo muy difícil. Si hubiera estado en plenitud física y mental creo que hubiese sido totalmente diferente, pero igual me sirvió para seguir creciendo”.

El compañero que más lo maravilló de esa etapa fue Gonzalo “Chory” Castro, con el que se deshizo en halagos. “Uno lo veía en la tele y sabía la técnica y la calidad que tenía, pero en los entrenamientos del día a día te dabas cuenta de la jerarquía. Fue el que más me sorprendió, aunque ya lo conocía”.

Pese a la repercusión que ganó con los años, incluso con rumores que lo vincularon en algún momento del 2017 a Peñarol, el futbolista ha preferido mantenerse perfil bajo, apartado de la exposición mediática y apegado a su campo de Treinta y Tres. Hoy no solo sueña con goles, sino también con tomar mates frente a la estufa.