HISTORIAS
Viajó a Brasil con 23 años, tomó whisky de la Copa del Mundo ganada por los uruguayos y se encontró con el arquero de la selección brasileña en una excursión.
Saúl Torres Negreira lo vio todo con sus ojos. Nadie se lo contó ni lo tuvo que escuchar por radio para creerlo. Tenía 23 años cuando salió por primera vez de Uruguay. ¿Su misión? Viajar a Brasil para ver a su país en el Mundial de 1950.
El viaje fue posible porque días atrás había ganado la quiniela. La suerte estaba tan de su lado que no solo acertó una vez, sino dos en menos de 20 días. Con esa plata (alrededor de $ 20.000) se fue con su tío Paco y Nasim Ache Etchart, padre de Eduardo Ache.
Se quedaron en un hotel de Río de Janeiro y pudieron ir al partido decisivo contra Brasil. Eran de los pocos uruguayos que estaban presentes aquella tarde del 16 de julio de 1950 de la que hoy se cumplen 72 años.
Lo que no se imaginaba, eso sí, es que además de ver a Uruguay campeón, terminaría tomando whisky de la Copa del Mundo con los jugadores.
La selección avanzó a la ronda final y el 16 de julio llegó el partido definitorio. Saúl y los suyos fueron parte de los más de 170.000 espectadores que se acercaron a verlo —según las cifras oficiales de la FIFA— pese a que sabían que las chances de ganar eran mínimas, por no decir casi nulas. Brasil era el favorito y le bastaba con empatar para ganar su primer Mundial. Uruguay necesitaba la victoria.
Por encima de cualquier libreto, la Celeste (a corazón pero también con fútbol) dio vuelta un partido que perdía 1-0 y se llevó el campeonato con los goles de Juan Schiaffino y Alcides Ghiggia. El hecho se conoce hasta el presente como el Maracanazo.
Pasaron 72 años de aquella hazaña. A día de hoy, Saúl tiene 95, pero recuerda a la perfección ese domingo. Fue de las pocas veces que se tuvo que retirar de un estadio en silencio.
“Me acuerdo que cuando salimos campeones estuvimos dos días o más en Río de Janeiro. No tuvimos vuelos por dos días y después sí vinimos. Pasamos muy bien. Yo andaba con un tío mío y un compañero suyo de estudio. Eran abogados los dos. Nosotros tres fuimos y volvimos juntos”, dijo a Ovación.
“En Brasil casi que no podíamos hacer nada. No conocíamos a nadie en aquel mundo de gente. Era muy grande la distancia y no sabíamos andar ni qué ómnibus teníamos que tomar. Nos encontramos a unos uruguayos allá, pero de casualidad. Esperamos, y cuando supimos que éramos campeones nos vinimos a festejar a las calles de Uruguay”, profundizó.
El cuento es tan conocido como atrapante que Daniel, su hijo de 66 años, prácticamente se lo sabe de memoria. Con orgullo, contó cómo su padre vivió una experiencia única y de premio se trajo para su casa una foto del festejo íntimo con los jugadores. “Festejaron el triunfo en la Embajada de Uruguay en Brasil. Los recibió el embajador, que agasajó a los jugadores. Estos estaban de colados con toda la barra (risas). En el festejo, mi padre se tomó el whisky de la copa (Jules Rimet). Para él eso es la gloria”.
Hace poco, en su cumpleaños, Saúl volvió a demostrar que tiene la final marcada a flor de piel: “El otro día, cuando pudimos festejarle los 95 años, un primo mío apareció con una foto viejaza. Yo andaba sin los lentes y, adelante de mi viejo, me pregunta: ‘¿Conocés a alguno?’ Y le digo: ‘No. Creo que uno de ellos es Paco, pero no sé’. Y él (por su padre), que estaba embarullado por la gente, mira y al toque dice: ‘Este es el hermano de papá, Paco. Y este otro, que está parado acá atrás, el Turco Ache’”.
En la actualidad, su padre es el único uruguayo que pisó suelo brasileño en aquel momento y sigue vivo para contarlo.
“Estuvimos una semana o más y vimos unos cuantos partidos. Los que no veíamos eran los que no se jugaban en Río de Janeiro porque tenías que pagar los pasajes ida y vuelta y las entradas. Los que se jugaban ahí sí, porque teníamos el hotel pagado. Yo había sacado como 20.000 pesos y con esa plata nos fuimos para allá. Vimos el campeonato y nos vinimos”, rememoró Saúl.
A causa de la edad, el veterano padece problemas de memoria y a veces se olvida de sus allegados, pero el recuerdo del Maracanazo está más vigente que nunca. “Es una cosa asombrosa. Eso lo tiene presente como que fue ayer. Yo le he escuchado 20.000 veces el cuento y no le agrega nada. Él es auténtico, otro te lo podría engordar de otra manera, pero el disco duro ese lo tiene firme”.
Años después de la final, Saúl se casó con la madre de Daniel y regresó a Brasil en una excursión que lo llevó a recorrer el estadio de punta a punta. Allí se encontró con un guía alto y moreno, que daba las indicaciones del paseo y rememoraba historias en cada rincón del Maracaná. Hasta que en un momento Saúl lo reconoció y lo paró: “Yo estuve en el partido del Maracaná de 1950”, le dijo. El hombre, sorprendido, se largó a llorar. Era Barbosa, el golero de la selección brasileña en ese año.
Daniel intentó que su padre regresara al Mundial, cuando la sede volvió a ser Brasil, después de 64 años. Si bien no se considera un fanático del fútbol, tenía la ilusión de llevarlo en 2014 para vivir la aventura juntos. Sin embargo, no tuvo suerte: “No lo entusiasmó para nada. Yo hice un par de intentos y no. Pero era por él. Yo empecé a seguir a la selección después del cambio que hizo (Óscar) Tabárez en la cabeza de los uruguayos. A él siempre le gustó el fútbol”.
Y agregó: “No quiso ir porque no es salidor. Pasa en casa, tranquilo. Yo de repente un día lindo le digo de dar una vuelta y vamos, pero en general no es de salir. Yo lo hubiese disfrutado a pleno”.
Hasta el día de hoy, Saúl reluce como un trofeo en la cocina de su casa de Durazno dos fotocopias de las entradas del histórico partido que le dio a Uruguay su segundo título mundial. Los talones originales se los vendió a un coleccionista.
La infancia en Durazno, la vida de campo y la pasión por el fútbol
Saúl Torres Negreira se crió y se jubiló en San Jorge, un pequeño pueblo ubicado a 100 kilómetros de la ciudad de Durazno. De familia humilde, hizo toda la escuela allí, mientras trabajaba en el campo ayudando a sus padres. En una de esas jornadas su papá le pidió ayuda para contar sus terneros. Saúl recorrió tres potreros y contó nueve, así que fue y apostó por el 999 en la quiniela.
A los días, un vecino se le acercó a pedirle plata. “¡Qué te voy a prestar plata si no tengo nada!”, le dijo él. “No, pero mirá que sacaste la quiniela”, le respondió el conocido. Así fue que emprendió viaje rumbo a Brasil.
“Yo vivía acá en Durazno, pero en campaña, en San Jorge. Papá tenía una estancia en el campo. Y yo hice el liceo acá y después hice en Montevideo. Venía muy seguido a Durazno porque tenía una muchacha que éramos novios y de vez en cuando me daba una vueltita (risas)”, contó Saúl a Ovación. Fue tan apasionado por el fútbol toda su vida que hasta creó un cuadro en el pueblo. “En San Jorge no sabían lo que era el fútbol”, aseguró su hijo. Y continuó: “Fue director técnico, de los que se puso la camiseta y se rompía el alma para que el cuadro saliera adelante”.
Hincha de Peñarol, salió del país autorizado por su padre cuando su tío le dijo “vámonos para el Mundial, que a vos te gusta el fútbol”. No tenía las condiciones económicas para ir, dijo su hijo.