Gregorio Pérez le decía: “No pegues patadas, pero una raspadita...” Y a Washington Tais, que fue emblema de Peñarol durante el quinquenio -una época en la que todo (o casi) valía-, la frase le quedó grabada por siempre.
Muchas veces le costaba una amarilla con pecas. Otras tantas lo hacía codearse con la tarjeta roja. Y en más de una ocasión, aunque su intensidad fuera motivo de fuertes discusiones con los rivales, era la única manera de pararlos. En el mejor de los casos, solo se llevaba una señal de advertencia del árbitro, pero jugar al límite iba de la mano con Washington Tais.
Fue un guerrero de muchas batallas clásicas; fue un nombre puesto en la selección hasta que Víctor Púa lo dejó afuera de aquel recordado Mundial de Corea y Japón 2002; fue, también, víctima de la mejor época de Figo y Ronaldinho. Así y todo logró hacerse un nombre y construir carrera en Europa.
Para parar al brasileño, por ejemplo, recurrió a la vieja costumbre uruguaya de campito. En más de una arrimada le sopló: “No seas malo; no me encares más que ya estoy cansado”. Dinho se le reía.
Frente al portugués, que en ese momento vestía la camiseta del Real Madrid, no había caso. La barrera idiomática no era un problema, porque se entendían, pero con la pelota la historia era otra: “Fue de los más complicados porque te salía para los dos lados. Muchas veces jugaba a pierna cambiada y me tocaba marcarlo. Tenía mucha explosividad en el pique corto. Alguna cortita le tenías que dar, sino no lo parabas”.
La vida en Europa se abrazó tanto de Tais a tal punto que al retirarse no volvió a Uruguay más que por alguna esporádica visita. En España encontró su lugar en el mundo y en Sevilla, cuando se fue a jugar al Betis, encontró la ciudad ideal para comprar su casa.
Allí está hoy, abocado a Promoesport, una empresa de representación de futbolistas donde permanece conectado al fútbol, a sus recuerdos gloriosos de Peñarol, pero también al presente que hoy lo tiene de sol a sol trabajando en la captación de futbolistas.
¿Qué hace? Entre semana, normalmente va a una oficina, repite partidos, analiza jugadores, habla con ellos y se mantiene cerca con el teléfono celular como principal aliado. Los sábados y domingos le toca pisar las canchas, en general, para monitorear partidos y dedicarse a seguir juveniles.
En el camino quedó el sueño de entrenador, que lo llevó a pasar sus últimos años de carrera en Uruguay, aunque el curso lo terminó y la puerta sigue abierta.
Gloria de los 90’
Quien haya visto parte del Peñarol campeón del quinquenio (1993-1997) difícilmente no recuerde a Washington Tais. Sea por su garra, por su firmeza en el lateral, por su vigencia a lo largo de los años o por su crecimiento de juvenil a referente, el Negro se grabó en la memoria de muchos hinchas que todavía le guardan cariño. Se acostumbró a ganar.
Sin miedo al éxito, dejó por el camino el liceo en sexto año y trabajó duro y parejo para dejar su huella. Mal no le salió: terminó marcando una época, que, por ejemplo, inclinó con diferencia el historial clásico a favor de Peñarol y, en lo personal, cumplió el sueño de debutar que tenía de chico.
Tanto lo quería y lo soñaba que de pasada por el aeropuerto, con nueve años, le pidió una foto y un autógrafo a Mario Saralegui, acompañado por su padre, antes de que viajara a jugar la final de la Copa Libertadores de 1982. Años más tarde, la vida le dio la oportunidad de compartir plantel y de mostrársela.
“El primer año, Peñarol venía de mucho tiempo sin ganar. Veníamos de un proceso de cambio y teníamos mucha mezcla de gente grande con los jóvenes que íbamos subiendo. Después paso el segundo, llegó el tercero y ya íbamos al clásico sabiendo que ganábamos. Teníamos esa confianza y, a medida que iban pasando los años, era cada vez más. Llegaba un momento en el que decías ‘vamos y ganamos’ porque sabíamos que en algún momento se lo dábamos vuelta. (A Nacional) lo teníamos de hijo. Y si ves los números te das cuenta. Era increíble. No sé si se volverá a repetir”, advierte.
A diferencia del fútbol de hoy, donde las cámaras se triplicaron y la atención muchas veces no está puesta en la cancha, sino en lo que sucede adentro de una cabina del VAR, el exfutbolista recuerda de aquellos tiempos un fútbol mucho más agresivo, con muchos más insultos y sin tantas tomas televisivas.
La ventaja -dice- era que no estaba tan expuesto y podía salir tranquilamente de fiesta o a cenar, pero la desventaja se daba a la inversa: cuanto menos exposición, menor valor de venta tenían los jugadores en el mercado. “Si hubiésemos tenido todo lo que hay hoy, con las redes y demás, imagínate lo que hubiese sido... Nos hubiesen vendido a todos al triple, y a los dos años. No hubiésemos llegado ninguno a completar los cinco años”.
Tais, por obvias razones, no llegó a jugar en el Estadio Campeón del Siglo (inaugurado en 2016), pero en una de sus primeras visitas, mirando a su alrededor y deteniéndose sobre una de las tribunas, compartió en voz alta un pensamiento con Gonzalo De los Santos, entonces director deportivo del club y compañero suyo durante el quinquenio: “’¿Te imaginás que hubiésemos vivido todo lo del quinquenio en este estadio?’. Hubiese sido una locura eso. En el Centenario Peñarol metía 40.000 o 50.000 personas y en los clásicos no había pulmones y se llenaba hasta la bandera. La gente se sentía y no era que te hacían ganar, pero te hacían correr más, irte arriba; el cansancio no lo sentías. El gol lo tenían que meter los jugadores, pero la gente ayudaba mucho”.
La selección
La única espina de su carrera como lateral llegó acompañada de un cortocircuito con Víctor Púa, quien dirigió a la selección uruguaya en el Mundial de Corea y Japón 2002 y lo dejó afuera en la última convocatoria.
Tais había integrado el plantel durante las Eliminatorias e incluso jugó uno de los amistosos previos a la Copa del Mundo. Sin embargo, el técnico, a último momento, se decidió por Gustavo Méndez y le borró la ilusión: “Fue el momento más frustrante de toda mi carrera deportiva. Era la frutilla de la torta. Lamentablemente, de una forma que no fue la más normal quedé afuera. Por eso también duele más. Algo raro pasó. Quise hablar con él y nunca me dio la cara. Al tiempo me lo encontré cuando volví (a Uruguay), pero ya habían pasado 10 años y me lo tomé de otra manera. Pero si en ese momento me lo cruzaba le hubiese pegado una trompada. Tenía una bronca bárbara. Fue la espinita que me quedó”.