SALUD
El año pasado las farmacias de los hospitales públicos dispensaron más de un millón de recetas de benzodiacepinas: 2.800 por día, según información de ASSE. Su uso irracional preocupa a expertos.
Algunos psiquiatras describen una situación que ven con frecuencia en el consultorio: un paciente consulta por un problema y el médico, a través del diálogo, a veces por casualidad, se encuentra con otro: la dependencia a un ansiolítico. A veces llevan dos, tres, veinte años tomándolo. Si el paciente no toma el fármaco, no duerme; si lo abandona de golpe, aparece un malestar que escala con el paso de los días. De no recibir la dosis a la que el cuerpo se acostumbró, o de no retirar la pastilla lenta y estratégicamente, a veces con otro fármaco de la misma familia, el cuerpo reacciona y sufre tanto como la psiquis: es la abstinencia, que es tan grave como la del alcohol.
Profesionales uruguayos del campo de la psiquiatría y la farmacología alertaban hace ya más de 10 años sobre el posible problema de salud pública que puede generar el uso extendido, la baja percepción de riesgo y el fácil acceso a las benzodiacepinas —más conocidas como ansiolíticos—, a pesar de que en las farmacias se exija la receta verde contra entrega.
Sin embargo, lo que generó alarma en los últimos meses fueron los datos que reveló la Junta Nacional de Drogas en la Encuesta Nacional sobre Consumo de Sustancias Psicoactivas en Estudiantes de Enseñanza Media: el 14,6% de los jóvenes encuestados dijo haber consumido “tranquilizantes” en los últimos 12 meses; de ellos, el 7% lo hizo sin prescripción médica. Por otro lado, el 24,4% de los jóvenes los consumieron “alguna vez en la vida”. También se registró que el consumo de los “tranquilizantes” —no se especifica a qué fármacos hace referencia— se inicia, en promedio, a los 13 años. La mayoría son mujeres.
Ahora, ¿qué tan peligrosas son las benzodiacepinas como el alprazolam, el diazepam o el clonazepam?
La controversia en torno a las benzodiacepinas tuvo su apogeo entre la década de 1980 y 1990, aunque se introdujeron en 1961. Mucho se habló y escribió al respecto de los efectos secundarios a largo plazo —por ejemplo, daños congnitivos como la pérdida de memoria o dificultades con la atención sostenida—, pero la discusión se apaciguó a medida que salían al mercado nuevos tipos, más seguros y con menos efectos secundarios. De hecho, si hay algo en lo que todos los profesionales de la salud mental concuerdan, es en eso: su gran eficacia.
“Hay situaciones en las que utilizar una benzodiacepina es la primera alternativa y la más efectiva”, dice el psiquiatra Freedy Pagnussat, exjefe de Salud Mental de la Asociación Española.
“Son medicaciones que apuntan a calmar la ansiedad o la angustia devenida de alguna situación, ya sea de una enfermedad de fondo o de un hecho puntual, por ejemplo, atravesar una determinada situación brusca, aguda. En esas ocasiones no cabe duda de que el primer medicamento que viene a la cabeza de cualquier médico es una benzodiacepina”, explica Pagnussat. “Porque no solamente es efectiva: es rápidamente efectiva”.
Asimismo, también parece haber unanimidad en la preocupación por el creciente consumo de ansiolíticos sin un seguimiento adecuado y sin receta médica, un problema que se agravó aún más durante el covid. “En pandemia fue la cuarta droga más utilizada. Se consume mucho en base a recomendaciones: en una casa, por ejemplo, alguien toma algo para dormir y se lo recomienda a otro miembro de la familia si presenta el mismo problema”, dice el psicólogo Paul Ruiz, experto en adicciones, quien investigó el consumo de drogas en ese período.
Varios profesionales del área de la farmacología y la psiquiatría han advertido en diversas publicaciones sobre los peligros de utilizar de forma irracional estos fármacos; incluso, el año pasado, la Unidad de Farmacovigilancia del Departamento de Farmacología del Hospital de Clínicas emitió una alerta bajo el título: “La FDA exige un recuadro de advertencia actualizado para mejorar el uso seguro de los medicamentos de la clase de las benzodiacepinas”.
Según establece la FDA (Administración de Alimentos y Medicamentos de los Estados Unidos), la duración del tratamiento con benzodiacepinas debe ser de 8 a 12 semanas y de 4 a 8 semanas dependiendo de su indicación, con un plan de retirada desde el inicio del tratamiento. Sin embargo, de acuerdo a los datos disponibles y las impresiones de los profesionales en el consultorio, parece difícil cumplir con esa pauta. Y no hay una única razón que explique el por qué.
Horacio Porciúncula, director de Salud Mental del Ministerio de Salud Pública (MSP), dice que sí, que esa es la indicación, pero en los hechos sucede que “la persona se acostumbra a la situación de ‘pseudobienestar’ físico-psíquico, y van a buscar la receta adonde sea. Si se la indicó un psiquiatra, van con otro colega o con un médico de medicina general”, que también puede recetarlas.
Ricardo Bernardi, psiquiatra que integró el Grupo Asesor Científico Honorario (GACH) durante la pandemia, advierte: “Muchos médicos, desde hace veinte, treinta años, estamos viendo aumentar el consumo progresivamente. Es la droga que no se ve. La pasta base se ve, las drogas duras se ven, los alucinógenos, las drogas sintéticas también. Pero de esto no se habla y tenemos un consumo alto de benzodiacepinas. Sucede en muchos países del mundo, no somos los únicos”.
El deterioro no es tan visible, tan evidente. El psiquiatra Artigas Pouy, presidente de la Sociedad de Psiquiatría del Uruguay (SPU), explica que las alteraciones por el consumo regular de benzodiacepinas no son incompatibles con la cotidianidad en la mayoría de los casos. Pouy, quien también trabajó en adicciones, dice que las consultas que llegan específicamente por eso “son casos que escapan de lo que sería una curva de Gauss de la población general”.
Esa compatibilidad con la vida diaria, sumada a la facilidad para conseguir el fármaco, hacen de los ansiolíticos una adicción silenciosa que se expande.
En el consultorio y en la feria.
En un pedido de acceso a la información realizado por El País, la Administración de Servicios Públicos del Estado (ASSE) indica que se dispensaron de farmacia 1.042.840 recetas de benzodiacepinas en 2021. En 2020 fueron 1.019.000 y en 2019, 1.012.884. Estos números no abarcan el Hospital de Tacuarembó ni el Servicio de Enfermedades Infecto-Contagiosas del Hospital Pasteur porque “utilizan un sistema de registro local cuyos datos no estaban disponibles al momento de la consulta”, dice la respuesta de ASSE.
Para este informe El País intentó contactar a la Dirección de Salud Mental de ASSE, pero no obtuvo respuesta.
Estas millones de recetas pertenecen solo a los hospitales públicos. Consultado al respecto, Jorge Moreale, responsable de la Dirección de Medicamentos de ASSE, señala que, según normativa vigente, se puede prescribir hasta dos “unidades” por receta de psicofármaco y de estupefaciente. “La unidad es la presentación registrada en el MSP. Por ejemplo: una unidad es una caja de 30 comprimidos o una caja de cinco ampollas”, puntualiza.
Dicho de otra forma, en 2021 en ASSE se dispensaron, en todo el territorio, más de 86.000 recetas de benzodiacepinas por mes, algunas de 30 y otras de 60 comprimidos por receta. Son más de 2.800 prescripciones por día sobre una población de 1.493.531 usuarios a diciembre del año pasado —exceptuando los usuarios el Hospital de Tacuarembó y del sector del Maciel, de los que no se tienen datos.
Por otro lado, un informe del MSP correspondiente al período enero-octubre de 2018 constata que, de los medicamentos controlados, el de mayor consumo en Uruguay fueron las benzodiacepinas, que abarcaron un 39% de la dispensación total de fármacos controlados tanto a nivel público como privado. Un parámetro más ilustrativo aún es la dosis diaria por cada 1.000 habitantes: según ese último registro, que se publicó en 2019, hubo 39 por cada 1.000 uruguayos.
Ahora, qué reflejan todos estos números es una incógnita no tan fácil de responder para los profesionales. De lo que sí hay seguridad es que hay un consumo aún más amplio que lo que dicen los datos; un consumo del que no se tiene registro. Para empezar, Uruguay es el país que más consume ansiolíticos sin prescripción médica respecto al resto de América Latina, y solo superado por Estados Unidos a nivel del continente, de acuerdo al Informe Sobre el Consumo de Drogas de las Américas, publicado en 2019 por el Observatorio Interamericano sobre Drogas (OID).
El mercado negro de medicamentos es viejo y conocido, pero ahora toma nuevas formas. En grupos de Facebook de compraventa o trueque se pueden encontrar publicaciones así:
“Busco diazepan qué piden”.
“Tenes diasepan clonasepan quetiapina o alguno de esos”.
“Necesito diasepan 10ml, el del blíster negro. Tengo 100 (pesos)”.
“Tengo quetiapina para trueque. Puede ser pañales, leche en polvo, toallitas”.
“Por cada caja pido 3 remedios en caja cerrada en fecha”. Una foto de un blíster de quetiapina —un antipsicótico utilizado mayormente en trastornos de esquizofrenia y en trastornos del estado de ánimo— acompaña la publicación.
La otra forma de acceso es el comercio ilegal en las ferias, la clásica vía de comercialización ilícita de medicamentos. Dice Juan Triaca, psiquiatra especializado en adicciones: “Una parte del mercado de las benzodiacepinas es el mercado negro. Eso todo el mundo lo sabe. No es que eso explique (el consumo), ni que todo salga de ahí, pero la gente se las rebusca. De alguna manera, se consiguen”. Por ejemplo, hay quien saca “de más” en su prestador “y desvía una parte para ahí”, dice Triaca; incluso se dan robos de medicación que terminan comercializándose en la calle.
Por otro lado, existen preparados de venta libre que contienen dosis menores de benzodiacepinas, “y que también tienen potencial adictivo”, señala Pagnussat, en referencia por ejemplo a Plidex y Digeprax. “Si bien la dosis es mucho menor, si aumentás la cantidad de comprimidos, estás logrando la misma dosis que uno de estos medicamentos que son controlados, y por allí también es posible lograr un acostumbramiento”, advierte. Sobre estos fármacos no existe un control.
La receta más cotizada.
Todos los médicos pueden recetar psicofármacos. Si bien no se cuenta con datos concretos, los profesionales consultados para este informe coinciden en que la mayoría de las benzodiacepinas son prescriptas por médicos no psiquiatras. Pagnussat señala que “más de dos tercios de las recetas de benzodiacepinas son dispensadas por otros médicos”. “¿Eso significa que está mal? No. Significa que es el recurso al cual pueden echar mano en determinadas circunstancias en las que únicamente una benzodiacepina es lo que alivia el síntoma”, expresa.
Pero no siempre se da la indicación estricta de usarla por un periodo de tiempo breve.
Otro eslabón en la cadena de la dependencia son las consultas de repetición de medicación, que muchas veces no las hace el propio médico que prescribió el fármaco en un principio. “Eso no debería existir, porque en primer lugar es degradar la consulta médica”, expresa Pouy.
Estas consultas, que tienen como principal objetivo dar la receta verde son, naturalmente, consultas de pocos minutos. “De ahí resulta una indicación médica como es la receta, entonces, no está valorizada la prescripción de un medicamento como producto de un acto médico”, dice el especialista. Pero la culpa no la tiene el farmacéutico ni el paciente: “Es algo progresivo y difícil de desandar”.
Una alternativa a esto sería implementar la receta “crónica”, que en la mayoría de los centros de salud no está instrumentada para los psicofármacos, aunque sí para otro tipo de medicamentos. “Así, es el médico quien decide cuándo la consulta tiene sentido y cuándo no, por lo que dejarían de hacerse consultas que están condicionadas por mecanismo administrativo”, agrega Pouy.
Bernardi opina que hay un sistema de vigilancia robusto que nació con el covid pero que no se implementa para el seguimiento de otras enfermedades. Primero, para tener un mejor control sobre los psicofármacos “hacen falta datos”, enfatiza. “Los datos son el problema de salud pública número uno. En pandemia, en el GACH, uno se acostumbró a que todo fuera monitorizado y basado en evidencia”, apunta. El especialista dice que las piezas para establecer un seguimiento están, la tecnología está, “pero está todo sin armar”.
Las piezas que hoy componen el sistema serían: un código de barras en la receta verde que indica quién la expide, el registro de las farmacias del stock de medicamentos que entran y salen, determinando así que el medicamento fue autorizado por un médico y retirado por un paciente en particular; de allí, las recetas verdes se trasladan al MSP, pero en el MSP no hay una identificación de la persona que consume el fármaco. Ese registro lo tiene el prestador.
En el caso de los privados, tienen limitado el número de recetas por persona, explica Porciúncula; en ASSE “se tiene registro de la persona para saber cuántos medicamentos retira de cada fármaco”. El MSP se limita a cumplir con la normativa: que haya indicación médica y habilitación profesional.
El pequeño ayudante.
¿Qué hay detrás del consumo prolongado de ansiolíticos? ¿Hay, acaso, un gran motivo de fondo, un culpable?
“En la sustancia, la persona encuentra mucho más cosas que lo que el médico está buscando cuando la prescribe”, dice Santiago Navarro, docente de psicoanálisis de la Facultad de Psicología de la Udelar y perteneciente al grupo “Saberes psicológicos y psicofármacos”. La adicción no se trata únicamente de un problema médico, de “moralizar” la conducta al decir, por ejemplo, que el paciente o el psiquiatra hacen un “mal uso” del fármaco, opina Navarro. “El problema está planteado de tal forma en la que no parece haber otra salida”.
Navarro agrega que, aún teniendo información rigurosa de los riesgos del consumo prolongado, “hay una dimensión subjetiva del consumo que va mucho más allá del control de lo que la persona quiere conscientemente hacer”.
Por su parte, Triaca responde: “Hoy prima la inmediatez, el sufrimiento no se tolera y hay que eliminarlo rápidamente, y ese es el mejor aliado de la dependencia. No se promueve la elaboración de conflictos, de duelos”, opina. Así, los fármacos se transforman en objetos “tapadores, no sanadores” de la frustración y la pérdida.
En esa línea, Bernardi señala que hay muchos países cuyas guías clínicas —que son un consenso de los expertos de cómo tratar determinadas enfermedades— ponen en primer lugar a la psicoterapia como tratamiento para la depresión leve y moderada. “Algunas indican antidepresivos, pero la psicoterapia está en todas porque se demostró que es eficaz, y acá (en Uruguay) eso no entra”, dice el especialista. “Y así como con el cigarrillo, los laboratorios también tienen intereses muy fuertes”, zanja Bernardi.
El panorama no es alentador si se quisiera desandar el camino que llevó a tantos uruguayos a depender de una droga de tan fácil acceso, cuyos daños a largo plazo no son tan visibles. El problema que sí se ve es el síndrome de abstinencia al retirarlo de golpe, pero el medicamento, aunque controlado, no escasea; hay ansiolíticos en la casa de algún familiar, en la feria, los hay libres en la farmacia bajo otros preparados de venta libre. Hay ansiolíticos arraigados en la cultura.
Horacio Porciúncula recuerda un plano de la serie Gambito de Dama, en el que la cámara hace zoom a la pastilla amarilla que sostiene el personaje. También recuerda la primera canción que se le dedicó a una benzodiacepina, escrita por Mick Jagger y Keith Richards, titulada “Mother’s Little Helper” (El pequeño ayudante de mamá):
“Hoy los chicos son distintos / se lo oigo decir a cada madre / Hoy una madre necesita algo que la tranquilice / Y aunque realmente no esté enferma, hay una pequeña píldora amarilla”. Fue escrita en 1965.
Campaña de salud mental copa pantallas, ómnibus y redes
El jueves se inauguró la campaña “Hagamos de la salud mental una prioridad” con al presencia de la vicepresidenta Beatriz Argimón; los ministros de Salud Pública, Daniel Salinas, y Desarrollo Social, Martín Lema; el presidente de la Institución Nacional de Derechos Humanos y Defensoría del Pueblo (Inddhh), Marcos Israel, el director del área programática de salud mental del MSP, Horacio Porciúncula y actores de la sociedad civil. Se trata de una campaña de concientización que tiene tres componentes: primero, carteles que se exhibirán en los laterales de 50 ómnibus durante un mes. La difusión en redes sociales es otro de los pilares, y el tercer componente son cuatro materiales audiovisuales.
En el lanzamiento, que se llevó a cabo en el Palacio Legislativo, Salinas enumeró diversas acciones que llevó a cabo la cartera y sostuvo que hubo un cambio de paradigma: “No se trata solamente de hacer las cosas sino de hablar de un problema invisibilizado”. Al finalizar, se refirió al impacto de las redes sociales en los jóvenes: “Que no constituyan una fuente de ansiedad, depresión y por tanto de intentos de autoeliminación. No culpo a las redes, pero hagamos un uso responsable de ellas”, expresó. También habló la presidenta de la Federación Caminantes, Rina Sabatini, quien lamentó “que no haya suficiente presupuesto” destinado a la ley de salud mental y manifestó “carencias en la atención pública y privada”, así como en la calle y en las cárceles. También expresó: “Confiamos en la voluntad política, que se concreten proyectos y que esta campaña se sostenga en el tiempo”.