Andrea tiene 41 años y pesa 28 kilos, Maia 15 y casi no come: ¿cómo se sale de la anorexia en pandemia?

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La anorexia es de los cuadros psiquiátricos con mayor mortalidad en el mundo, que varía entre el 7 y el 10% del total.Foto: Estefanía Leal.

SE DISPARAN LOS CASOS

Más trastornos alimentarios: el COVID-19 ha complicado todo lo vinculado a la salud mental y aumentaron los casos de anorexia y bulimia. Aquí dos duras historias.

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Los huesos se le marcan a simple vista en el pecho. Las piernas y los brazos son tan esqueléticos que impresionan: casi que se le puede hacer una radiografía con los ojos. Andrea Furtado recibe a El País en su humilde casa de la calle Carlos Gardel en Barros Blancos y se presta para una sesión de fotos. Se baja algo la ropa y es todo piel y huesos. “Yo vivo un infierno”, dice Furtado, de 41 años. Sufre anorexia desde los 16 y el dato llama la atención: estamos acostumbrados a escuchar sobre casos que ocurren en adolescentes o mujeres jóvenes. Pero hay episodios crónicos —más de lo que podemos imaginar— y este es uno de ellos. Mujeres, aunque también algunos hombres, que cargan toda la vida con esta enfermedad y con sus consecuencias. Cuando la anorexia se cronifica, todo se vuelve mucho más complejo.

Furtado es enfermera, mide poco más de 1,50 metros y hoy pesa apenas 28 kilos. Lo que podría pesar un niño de siete u ocho años. Está en el peor momento de su enfermedad, que se arrastra ya por 25 años con naturales altibajos. No tiene recursos para pagar un tratamiento en una clínica especializada y los que encaró en su mutualista no funcionaron.

—¿Qué esperás de tu futuro?

—Es obvio que mi final va a ser en un cajón —dice Furtado y aguanta el llanto—. Sigo mal y sigo mal. Lo tengo claro... No hay un ser humano que pueda vivir en mis condiciones.

Andrea Furtado: anorexia. Foto: Marcelo Bonjour.
Andrea Furtado es enfermera y sufre anorexia desde la adolescencia. En su casa en Barros Blancos, cuenta que hoy pesa apenas 28 kilos. Foto: Marcelo Bonjour.

La historia de Maia es muy distinta a la de Andrea Furtado, porque recién arranca y es muy posible que el camino sea más alentador. Acaba de cumplir 15 años, vive en un barrio costero montevideano y a mediados del año pasado fue consciente de que algo andaba mal. Comía muy poco, luego se enteraría que no más de “la mitad de lo que debería”. Maia (su apellido es omitido a pedido de ella y de su familia) no desayunaba. Almorzaba más que nada ensalada y otros vegetales. Merendaba una o dos galletas y una leche. De noche, otra vez algunos vegetales. “Y me sentía mal respecto a mi cuerpo. Con la vida social me limitaba, salía con amigas y no podía comer lo mismo que ellas. Solo pensaba en la comida y no disfrutaba de nada”, cuenta por teléfono desde su casa. “Yo me di cuenta que no era sano pero no sabía cómo seguir”, explica.

Entonces se lo comentó a su psicóloga y, junto a su familia, decidieron iniciar un tratamiento en una clínica especializada. Sus padres sí podían costearlo.
Maia admite que la pandemia complicó todo y que incluso pudo haber ayudado a que su caso se disparara. “Nadie sabe qué va a pasar y los sentimientos pesan mucho. Además, estás siempre en tu casa y eso influye”, dice.

Andrea, en cambio, no está tan convencida de que todo el estrés, la incertidumbre y el aislamiento por el COVID-19 haya tenido algo que ver en que su cuadro se complicara tanto. Pero no lo puede descartar. Su historia la contaremos más adelante.

Los especialistas aseguran que, como ha sucedido con otros temas vinculados a la salud mental, en pandemia crecieron los casos de anorexia y otros trastornos alimentarios. No solo acá, es tendencia mundial. La psiquiatra Irene García, especialista en el tema, conversó hace unos días con un profesor francés que dirige una clínica de trastornos alimentarios en su país y él le contó que en Francia el encierro ha agudizado estos cuadros y que muchos pacientes se descompensaron. García venía viendo lo mismo en Uruguay: el número de consultas por trastornos alimentarios nuevos o por recrudecimiento de los síntomas ha aumentado mucho porque los encierros agravan todo e incluso uno de los aspectos del tratamiento es que los pacientes puedan salir de sus casas y tengan actividades afuera. Eso hoy no siempre es posible.

“Acá yo lo veo porque recibo consultas directas o indirectas de colegas, pero en el mundo el encierro ha generado grandes problemas y los servicios de internación psiquiátrica se han visto sobrepasados”, dice García. “El encierro para este tipo de pacientes es terrible”.

De Argentina a Inglaterra: más casos.

Basta una simple búsqueda en internet para comprobar que el asunto preocupa en todos lados. En Argentina, una encuesta realizada en agosto a 1.307 mujeres por la psiquiatra Juana Poulisis junto a otras investigadoras indica que el 70% aumentó las conductas dietantes desde el inicio de la pandemia y el 16,6% comenzó a realizar ejercicio físico excesivo. El 45,7% vio crecer su preocupación por la imagen corporal y el 56% manifestó temor a subir de peso. La edad promedio de la muestra fue de 35 años e incluyó un 20% de personas que dijeron haber sido diagnosticadas con un trastorno alimentario en algún momento de su vida.

Poulisis dijo al diario argentino La Nación que en la cuarentena se incrementaron los factores de riesgo que pueden llegar a disparar estos cuadros: desde el estrés emocional hasta la interrupción de actividades diarias y la sobreexposición a los estereotipos de belleza instalados en redes sociales y medios de comunicación.

En Europa la pandemia tuvo un impacto profundo y negativo en nueve de cada diez personas con experiencia en trastornos alimentarios, según un estudio de la Universidad de Northumbria, en Reino Unido, que publicó el Journal of Eating Disorders y citó La Vanguardia de España.

Los resultados sugieren que las interrupciones en la vida diaria por el encierro y el distanciamiento social pueden tener un impacto perjudicial en el bienestar de una persona, y el 87% de los participantes informó que sus síntomas habían empeorado como resultado de la pandemia. Más del 30% afirmó que sus síntomas eran mucho peores.

En tanto, la Asociación Catalana para la Anorexia y la Bulimia (Acab) triplicó las demandas de ayuda entre marzo y junio de 2020 respecto al mismo período de 2019, según publicó el diario El País de España. “El confinamiento favoreció que padres y madres descubriesen que sus hijas tenían un trastorno de la conducta alimentaria, personas que estaban en riesgo lo acabaron desarrollando en la pandemia por la situación de incerteza”, dijo Sara Bujalance, directora de Acab.

En Uruguay no hay cifras concretas pero el panorama es muy similar, afirma la psicóloga Viviana Cotelo, quien trabaja en la clínica especializada Vitalis. Allí llegan más casos que antes, es notorio. Por un lado, a las que ya estaban en tratamiento, las ayudan a sostenerse: “Muchos nos dicen que tienen miedo de volver a lo que les pasó el año pasado, que fue muy duro”. Y aparecieron nuevos pacientes, sobre todo a partir de la primavera pasada: más que nada adolescentes que admiten haber empezado con alteraciones de la alimentación en la cuarentena.

Cotelo explica que la pandemia trajo desorganización de los horarios y una “desestructuración del psiquismo”, esa idea tan agobiante de que “las horas son eternas, los días improductivos”. Las familias tuvieron que adaptarse porque aumentó la interacción entre padres e hijos. Y a todo eso se suma el desorden con las comidas. “Por eso hacemos hincapié en organizar la forma de alimentarse y que no sea solo en base a lo emocional y las ansiedades”, dice la psicóloga.

Hasta la gimnasia por Youtube o Zoom puede ser negativa: “Refuerza la obsesión por el cuerpo, porque son actividades que se hacen en solitario y casi exclusivamente con el fin de modelarse”.

Dos historias cruzadas: Andrea y Maia.

Volvamos a la casa de Andrea Furtado en Barros Blancos. Ella creció en un hogar de clase media baja: madre empleada doméstica, padrastro policía de la Guardia Republicana. No le sobró nada, no le faltó nada.

Sus problemas empezaron a eso de los 15 años, cuando a su madre le indicaron una dieta tras sufrir un infarto. Furtado la acompañó pero se tomó demasiado en serio aquella dieta. Hacía mucho ejercicio (gimnasia sobre todo), comía lo mínimo indispensable: una manzana, una galletita, medio pocillo de café, medio sandwich… Ingería menos de 300 calorías por día, según calculaba en forma estricta. “Según yo, tenía que consumir menos de 500”, dice. En aquel momento, cuando empezó todo, “era un poco rellenita”, cuenta hoy. “Cuando hacés dieta, todo el mundo te dice que estás más delgada, que estás mejor, que estás más linda. Y se te va de las manos, al punto de que el organismo empieza a dar señales de que algo no está bien”.

Y ahí fue que un día se le cortó el período menstrual y no sabían por qué. Pasó un mes, dos meses, tres meses y nada. La madre la llevó al Pereira Rossell y un ginecólogo le diagnosticó anorexia nerviosa. “Se le dice nerviosa porque vos te restringís en todo sentido, dejás de comer prácticamente”, relata la enfermera, quien ya es experta en el tema.

Pero en aquel momento, con 16 años de edad, no tenía ni idea de lo que era la anorexia. Luego se enteraría que “es como una madeja que empieza a crecer, incluye el vínculo que tengas con tu mamá o tu papá” y cuando hay problemas de autoestima “uno encuentra satisfacción en la comida, pero a su vez te puede llevar a un infierno”.

La obligaron a empezar a cumplir con todas las comidas. Pero eso mutó en una anorexia purgativa, o sea se provocaba vómitos. No era bulimia: “La bulímica se hace atracones de más de 3.500 calorías por comida y luego busca el vómito. No era mi caso”. La madre hizo averiguaciones de otros tratamientos pero —una constante en su vida— no había dinero para costearlos. Encontraron un equipo multidisciplinario en el piso 10 del Hospital de Clínicas que se dedicaba a pacientes de bajos recursos, con tratamientos gratuitos de trastornos alimentarios.

Ahí llegó con 18 años recién cumplidos. “Pero yo seguía negada porque pensaba que estaba bien”, aunque pesaba no más de 34 o 35 kilos. Allí fue evaluada por psiquiatras, psicólogos y nutricionistas. Iba una vez por semana, la pesaban, le mandaban antidepresivos, hablaba con ellos.

El tratamiento tuvo relativo éxito: subió de peso (“recuperé pero la enfermedad sigue ahí”) y empezó a trabajar. Estudió enfermería y siguió una vida más o menos normal. Llegó a pesar 53 kilos, después de haberse casado hace unos 10 años. “Para mi gusto igual estaba medio pasadita”, recuerda y es el único momento de la charla en el que esboza una leve sonrisa.

Foto: Pexels
Foto: Pexels

Un paréntesis: con el tratamiento correcto entre el 60 y el 80% de las pacientes mejoran y recuperan una estructura alimentaria próxima a la normalidad, dice la psiquiatra García. Cerca de la mitad puede tener recaídas por situaciones de estrés o angustia y hay un 20 a 25% que evoluciona a la cronicidad. Son casos severos, donde la conducta es difícil de modificar y hay consecuencias graves desde el punto de vista físico como psíquico, a veces mezcladas con consumo de alcohol o psicofármacos, ansiedad y fobias.

Pero, además, la anorexia es de los cuadros psiquiátricos con mayor mortalidad, que varía entre el 7 y el 10% según las cifras a nivel internacional. La mitad de las muertes son por problemas de desnutrición, el 25% por suicidios y el resto otras causas médicas, dice García.

El de Furtado es uno de esos casos que se complicó demasiado. Tras unos años buenos, ella entró en un nuevo subibaja y la situación se agravó poco a poco. Cada vez comía menos, bajó aún más de peso, le aparecieron edemas y se sentía mal.

Ese proceso coincidió con una sobrecarga laboral muy intensa. Como muchas enfermeras, trabajaba en dos instituciones al mismo tiempo y hacía curaciones a domicilio como trabajo extra: “Dormía poco y trabajaba 18 horas, algunos días hasta 25 horas, como decía yo”. Un cóctel explosivo.

En una mutualista era enfermera en el sector de aislamiento, “con pacientes tuberculosos o con bacterias multiresistentes, con las mismas medidas que se toman ahora por el COVID”, explica ella. Una doctora de esa área dijo basta y se puso su caso al hombro.

El 14 de noviembre de 2018 la internaron —casi que obligada— luego de hacer reiteradas hipopotasemias, o sea bajas de potasio por su anorexia. “Corrés riesgo de un paro cardíaco. Mi enfermedad es crónica, mis secuelas también”, explica.

Le dijeron que estaría internada tres o cuatro días. Ella solo quería reponerse rápido para poder seguir trabajando, pero la internación duró más de lo previsto: estuvo 40 días allí adentro. En la primera semana bajó de 38 a 34 kilos.

Una psiquiatra le sugirió un tratamiento en base a electroshock en el sanatorio psiquiátrico Villa Carmen y ella se negó. Entonces siguieron un tratamiento con antidepresivos, ansiolíticos y un medicamento para quitar los síntomas obsesivos. “Yo me negaba a tomar todos esos medicamentos pero al final acepté”, admite. Un 22 de diciembre le dieron el alta “a ver qué pasaba” y a las 48 horas se torció el pie en su casa y se fracturó la cadera: “Obviamente fue por la descalcificación y desnutrición severa”. Otra vez internada, pero por 15 días.

Por su bajo peso y las consecuencias de ello, Andrea Furtado ya no pudo volver a trabajar: está certificada desde aquel momento y sigue con tratamiento con psiquiatra, sin éxito.

Ya pasaron 25 años desde los inicios de la enfermedad. Hoy pesa 28 kilos y tiene una fragilidad extrema. Tolera pocos alimentos. Camina y se cansa. “Estoy en una etapa de catabolismo. Gasto más calorías de las que consumo. Lo que sí, me niego a volver a internarme y tampoco estoy aún como para un CTI. Estoy lúcida, aunque no sé si habrá alguien con menor masa corporal en el país”, dice Furtado.

A este panorama crítico en su salud se suma su lucha por poder cobrar un subsidio ante el Banco de Previsión Social (BPS).

TESTIMONIO

"No tengo salud ni trabajo"

A fines del año pasado Andrea Furtado empezó una batalla ante el Banco de Previsión Social (BPS). En aquel entonces el organismo dejó de pagarle el subsidio por enfermedad que cobraba desde fines de 2018. Eso, explica Furtado, porque una ley establece que, tras dos años, no corresponde más este beneficio.

“¿Ahora de qué voy a vivir?”, pregunta Furtado entre lágrimas. “Mi situación es muy crítica, me quedé sin nada para pagar las cuentas ni vivir. Solo tenemos una pensión de 6.000 pesos que cobra mi madre. No puedo pagar la luz (debo 6.000 o 7.000 pesos) ni el agua. No tengo salud ni trabajo. Si tuviera que pagar alquiler, viviría en la calle”, relata.

Tras varias juntas médicas, una junta administrativa del BPS le informó en febrero que los médicos del organismo resolvieron su incapacidad para trabajar. Le ofrecieron un subsidio único por tres años (durante el cual las dos empresas en las que trabaja pueden cesarla, pero eventualmente después podría volver a buscar empleo si se recupera) o la jubilación pero con un puntaje mínimo y un monto muy bajo.

Ella prefiere el subsidio. “Yo amo lo que hago, lo hago por vocación”, cuenta. “Les dije que no me quiero jubilar, quiero una oportunidad para ver si puedo recuperarme. Mi patología no me impide trabajar, lo que me impide trabajar es el bajo peso”, dice la mujer, quien hoy pesa 28 kilos.

En el BPS le dijeron que le pagarían retroactivo al 11 de noviembre y los meses siguientes. Pero estamos a fines de abril y no tiene novedades. “No me llamaron, no me puedo comunicar, he ido y no hay nadie en las oficinas para atenderme. No sé qué más voy a hacer, no sé a quién acudir”, dice y otra vez su voz se quiebra.

Ahora Furtado espera un milagro. Su última esperanza es conseguir un tratamiento en una clínica especializada en trastornos de la alimentación, pero la mutualista no se lo cubre. Y ella, es obvio, no lo puede pagar.

Maia —la chica de 15 años que sí pudo costearse un tratamiento en una clínica privada— ya nota una mejoría en su anorexia nerviosa.

Ahora el tratamiento en la clínica Vitalis es casi virtual por la pandemia, pero una vez por semana ella se va a pesar. Le ordenaron seis ingestas diarias: desayuno, colación, almuerzo, merienda, otra colación y cena. La comida debe llenar el plato pero no sobrepasarlo y no puede repetir. “Vos no podés controlar lo que comes, sino que tus padres lo deben hacer”, relata. No puede hacer ejercicio y, por supuesto, no puede vomitar lo que come.

El tratamiento es interdisciplinario e incluye psicoterapia grupal, algo que suele ayudar mucho. Es un tratamiento costoso, admite la psicóloga Cotelo, “porque es costosa la inversión en trabajo, tiempo y dedicación a cada paciente”. No sirve una consulta una vez por semana, explica. ¿Cuán caro? Ella no quiere mencionar valores, pero dice que tampoco es inaccesible para alguien que envía a su hijo a un colegio privado.

Las porciones en los platos de Maia aumentaron y empezó a aceptar su cuerpo. Si sale con amigas no se preocupa tanto de lo que come.

Cuando la charla termina, ella dice que quiere contar algo más:

—Le digo a las personas que estén leyendo esto y que piensen que están mal, que busquen ayuda porque es una de las mejores cosas que pueden hacer en su vida. Se puede mejorar y estar bien —afirma y hace un silencio—. Quiero que todos lo sepan.

Pero a veces, como le pasó a Andrea Furtado, eso no es posible. A veces, aunque la persona quiera, la vida le dice que no. Y hay que remar.

¿Cuáles son las principales señales de alerta?
Los explican dos especialistas
Anorexia.

Las estadísticas internacionales indican que cerca del 3% de las mujeres pueden sufrir trastornos alimentarios severos. Entre los hombres es muy inferior, pero igual cada vez más frecuente. La obsesión allí no está tan centrada en el peso corporal, sino en mantener la masa muscular y realizar ejercicio excesivo, dice la psiquiatra Irene García.

La anorexia se inicia a partir de los 12 o 13 años y es la restricción de la ingesta alimentaria. “No es una verdadera pérdida del apetito, sino un control activo sobre la alimentación por miedo a engordar, con una distorsión de la imagen corporal”, dice García. Esto puede ser acompañado por un adelgazamiento rápido, pérdida de los ciclos menstruales, hiperejercicio y vómitos provocados.

La bulimia, en tanto, se caracteriza por los atracones: la ingesta excesiva de alimentos en poco tiempo, generalmente en secreto, acompañada por intensos sentimientos de culpa y vergüenza. Luego vienen los vómitos autoprovocados como forma de mantener el peso. El pico se da alrededor de los 18 años de edad.

¿Cuáles son las señales de alerta que deben tener en cuenta los familiares si sospechan de trastornos? La psicóloga Viviana Cotelo de la clínica Vitalis dice que una señal clara es evitar comer en grupo: no querer compartir la mesa familiar o siempre preparar comidas distintas.

También cocinar “cosas ricas pero no comerlas”, indica Cotelo. Otras conductas que pueden generar alarma: vómitos, el uso de laxantes sin indicación médica, el exceso de ejercicio físico, obsesión con el peso y pesarse demasiado, cambios continuos de ropa, los cambios de estado de ánimo o irritabilidad, así como no querer salir de la casa.

¿Cómo es el tratamiento? Es multimodal, costoso, lleva tiempo y se requieren varios profesionales intervinientes. No existe un medicamento específico: el tratamiento farmacológico no es el único abordaje ni para todas las pacientes. “A veces es necesario cuando hay mucha ansiedad antes de las ingestas y se dan ansiolíticos. O están asociados a la depresión y se dan antidepresivos”, dice García. Tampoco sirve un tratamiento nutricional aislado “porque el problema de ellas no es la comida”. Lo que hay detrás es un sufrimiento que se expresa a ese nivel, indica la psiquiatra.

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