CRÓNICA DE UNA AGONÍA
El final se acerca pero un grupo de afiliados no pierde las esperanzas y mantiene su lucha. El MSP advierte por renuncias de trabajadores y demoras en la entrega de insumos.
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Un auto le pasó por arriba a Sandra Montes hace seis años y estuvo al borde de la muerte. Fue un accidente que le dejó múltiples fracturas. De aquel duro momento hoy le queda una leve renguera y un agradecimiento eterno a su mutualista, Casa de Galicia. “Acá me reconstruyeron”, dice esta mujer de 57 años de edad (y el mismo tiempo de socia), nieta de gallegos, que camina veloz como un rayo con un bastón y atraviesa el hall de entrada del edificio principal de la histórica institución fundada en 1917 por un grupo de inmigrantes. Acá en este hall se vive una agonía. El final está ahí.
Casa de Galicia llegó a tener unos 120.000 socios, hoy ronda los 43.800. La Justicia decretó su cierre el 23 de diciembre y el Parlamento se dispone a votar la próxima semana en forma urgente la ley que permite distribuir los socios y los funcionarios en otras cuatro mutualistas: el apuro es porque el Ministerio de Salud Pública (MSP) cree que puede estar en riesgo la asistencia (ver nota aparte en página A8). Antes, el 15 de octubre, la institución se había presentado a concurso y el 26 de octubre había sido intervenida por el gobierno. Pero la crisis económica se arrastra desde bastante antes, al menos un par de décadas.
Para poner una cifra que refleja el drama económico de Casa de Galicia: tiene una deuda de 87 millones de dólares, que supera cuatro veces la media por afiliado del sector, según informó el Ministerio de Salud Pública en octubre pasado. Es decir, su futuro luce inviable.
¿Pero cómo explicárselo a quienes sienten que este lugar es su casa? A quienes ven que con el cierre se va literalmente parte de su vida, sus recuerdos, sus momentos de alegría y también los de profundo dolor. Y que dicen ser, además, los grandes olvidados de esta historia. Pero también son protagonistas, claro.
Campera de jean, mochila al hombro, tapabocas rojo por debajo de la nariz. Bien delgada (“peso 52 kilos, quise hacer huelga de hambre pero no me dejaron”), Sandra Montes parece que fuera la dueña de Casa de Galicia. La funcionaria que está en la puerta la saluda con un beso y un abrazo: “¿Cómo te va, Sandra?”. Un ventilador de pie tira todo el aire directo a donde está su escritorio.
“Ellos son de El País”, responde la mujer y oficia de guía por el edificio de la calle Millán, ese que tiene la Cruz de Santiago en su fachada y está ubicado entre el Prado y Sayago. El lugar luce semivacío un jueves a eso de las cinco de la tarde.
“¿Ves? Esto es Casa de Galicia. Acá siempre se destacó la parte humana”, dice Sandra, mientras charla con la funcionaria y la vuelve a besar.
Luego señala un enorme cuadro que está al fondo del hall de entrada y cuenta que es un homenaje a los inmigrantes gallegos. Se trata de “El emigrante o el adiós” del pintor gallego Roberto González del Blanco, comprada por la mutualista en 1955 a 4.000 pesos moneda oro uruguayos, según dice una placa en la pared.
Sandra no es la dueña de Casa de Galicia pero parece. A medida que camina saluda a muchos empleados con el puño o la mano. “Luchito, hay que llegar a fin de mes”, le dice a un funcionario que está detrás de un vidrio. Ella, eso sí, es la líder de un grupo grande de socios que se moviliza junto a los funcionarios. Dicen que representan a casi 10.000 personas con vínculos con la comunidad gallega, aunque en los hechos hay un grupo chico de unos 300 socios que hace unos días contrató al mediático abogado Juan Ceretta, coordinador de la Clínica del Litigio Estratégico de la Facultad de Derecho (ver recuadro).
Ella vuelve a la entrada y se acerca a varias personas que la esperan. Son seis mujeres y un hombre —la más joven de 53 años, la más grande de 72— que integran el grupo de socios. “Ahí afuera vamos a poner el busto de Ceretta”, bromea una de ellas y señala el busto en la entrada, del fundador José María Barreiro.
A unos metros se lee: “Señor socio, firme aquí en la mesa de entrada si no quiere cambiarse de mutualista”.
Por ahí cerca un muchacho acompaña a su madre. Y cuenta:
—La incertidumbre que uno tiene es por lo que escucha y lee en la prensa. Para nosotros sigue todo igual, y eso que ella está en tratamiento oncológico.
Ella es Marta. Tiene 81 años y es socia desde los 13. Aprieta fuerte contra su pecho una carpeta con papeles y radiografías. Su hijo dice que la situación que atraviesa Casa de Galicia “estaba en la tapa del libro” por el “mal manejo” de la institución por parte de las distintas directivas a lo largo de los años. Sin embargo, los dos se aferran al deseo casi imposible de quedarse ahí, atenderse ahí, seguir esperando en esos mismos bancos.
—¿Qué voy a estar de acuerdo con irme a otra mutualista? Yo quiero la mía. Yo quiero morir acá; yo voy morir acá —dice ella.
Marta da la sentencia mientras señala hacia adentro. Los pacientes y funcionarios van de un lado a otro, como si sobre este lugar no pesara una declaración de insolvencia.
El escenario judicial de la mutualista
El martes entrará al Parlamento el proyecto de ley del gobierno que marcará el destino de los 45.000 socios y unos 3.000 funcionarios de Casa de Galicia. El abogado Juan Ceretta, contratado por un grupo de 300 socios, considera que “es desmesurado” sancionar la ley “y poner a consideración cómo van a repartir los socios ”, según dijo a El País. Su argumento es que la mutualista “todavía está viva”, dado que el miércoles el Tribunal de Apelaciones dio lugar a un “recurso de queja por haber denegado el tramite de apelación”. Esa apelación se pidió ante la decisión del cierre de Casa de Galicia y fue rechazada en su momento por el juez, quien consideró “inapelable” el fallo. A la luz de estos hechos, Ceretta dijo que, al menos en el plano teórico, “puede ocurrir un revés judicial”. Si el Parlamento sigue adelante, planteará la inconstitucionalidad. ¿Y qué hará el oficialismo? El senador Gustavo Penadés respondió que “por ahora” no piensan dejar todo en suspenso.
En la cantina.
El sentimiento de pertenencia que tienen muchos afiliados de Casa de Galicia, en eso coinciden los médicos y los funcionarios, es muy peculiar y no pasa algo así con otras mutualistas. Influyen, por cierto, las raíces gallegas y la peculiar historia de la institución.
Ese será el tema central de la charla con el grupo que rodea a Sandra Montes: María Elisabeth Míguez, Mercedes Cabaleiro (“nací en Pontevedra y soy número de socia 1.168”, se presenta), Sandra Vinciguerra, Graciela Fernández (también gallega de nacimiento, de Vigo), Graciela Vázquez y Walter Fernández.
“Vamos a la cantina”, dice Sandra. Y el resto la sigue en fila.
Pero primero se detienen a mirar en una pared los nombres de cientos de “socios y colaboradores” de Casa de Galicia en 1949 y 1950, cuando se compró el predio y se construyó el sanatorio.
Antes de llegar a la puerta de la cantina, pasan junto a la virgen de la Inmaculada Concepción, adquirida por Casa de Galicia en 1996, según se indica allí. Una de ellas la toca, se detiene y sigue.
En la cantina, con sus paredes de lambriz que dan al lugar un aire setentoso, solo hay un par de clientes. El plato del día es hígado encebollado. El grupo juntas tres mesas y se acomoda. El cantinero, que también es socio, invita con café.
—Les quiero preguntar sobre el día en que se anunció el cierre...
—¡23 de diciembre! —responden a coro.
—No se olvidan más de ese día. ¿Qué sintieron?
—Fue día de duelo —dice Mercedes.
—De dolor más que nada, de incertidumbre —agrega María Elisabeth.
—Yo lo negué siempre y lo sigo negando —responde Graciela Vázquez, quien es nurse y trabajó 37 años acá.
—Yo también —dice Graciela Fernández.
—Nosotros vamos a ser los últimos en irnos si bajan la cortina —dice María Elisabeth—. Porque es nuestra casa.
Hace poco se murió el esposo de Mercedes y ella dice que, cuando se anunció el cierre, lo primero que le preocupó es qué pasaría con el panteón en el Cementerio del Norte, incluido entre los beneficios de los socios:
—Tanto me angustió que al primer lugar que fui fue al cementerio. Y los muchachos estaban asombrados como yo.
—A mí me cayó horrible, hace un mes y poco que había perdido a mi madre después de una larga enfermedad —dice Sandra Montes—. A nosotros no nos sacan el sanatorio, nos roban nuestras raíces.
La otra Sandra, Vinciguerra, cuenta que pasó las fiestas disgustada y dolorida.
—¿No la veían venir?
—Estamos desde 2001 con este tema, pero siempre se subsanaba —explica—. Y cuando escuchás en el informativo que cierra, no lo podés creer.
—Yo nunca lo esperé, siempre pensé que había solución —admite Mercedes.
Entonces cuentan que en el último mes, desde que la Administración de los Servicios de Salud del Estado (ASSE) asumió la gestión de la mutualista en forma transitoria, no ha empeorado la atención del personal pero sí faltan medicamentos debido a que el vademécum es distinto, es el mismo de los hospitales públicos.
A Sandra Montes, por ejemplo, no le están dando dos medicamentos que toma, piascledine y dirox, por lo que debe comprarlos afuera en cualquier farmacia.
—Lo que pasa es que Casa de Galicia no estaba pensado con fines de lucro —argumenta ella.
Una mujer que estaba en otra mesa, se para y pide para hablar. Se llama Graciela, dice que es hija de gallegas y socia de toda la vida:
—Yo creo que la atención sí cambió ahora. Mi madre tenía medicamentos con un ticket especial y ya no los tiene —protesta—. Ahora mismo la tengo para hacer una transfusión de sangre desde las nueve y media de la mañana sin almorzar y todavía no le pusieron la sangre. No me importa quién tiene la culpa, si los 80 millones de dólares o quién. Y no sé cómo se va a salir.
—Y nosotros pagamos, nos siguen descontando. ¿Qué culpa tenemos? —pregunta Mercedes.
—Es el método para aburrir a los socios, a los que no están arraigados como nosotros —dice María Elisabeth.
—Están muy apurados en tomar el sanatorio, porque lo quieren para ASSE —opina Walter—. La gente creo que no les interesa mucho.
—El estatuto de Casa de Galicia dice que los verdaderos dueños del sanatorio somos los socios —acota Mercedes—. ¿Con quiénes tienen que hablar? Con nosotros, claro.
Miedo y esperanza.
Afuera, entre los comerciantes de la calle Millán, también reina una sensación mezcla de desazón, incertidumbre y miedo. Mucho miedo.
Heber Solari es el dueño de España Flores desde hace 38 años. Buena parte de su vida la pasó en su local pegado al sanatorio. Por lógica, muchos de los clientes son quienes van al hospital. Dice que la situación lo tiene sorprendido desde hace un mes. Todavía no cayó del todo, pero está preocupado. “Estaba mal la situación pero no como para cerrar”, dice y mira al piso. Pero no pierde la esperanza: “Y si no, habrá que adaptarse”.
A unos metros, Jennifer Castro tiene un autoservice 24 horas, donde vende desde milanesas al pan y pascualina hasta galletitas, preservativos y bebidas. Incluso en la madrugada. Ella compró la llave del local recién en setiembre pasado. Y después cayó esta bomba. “El 99% del movimiento del barrio es la sociedad... ¿De noche a quién le voy a vender?”, pregunta Jennifer.
El movimiento bajó a la mitad en el entorno
Fernando Sosa integra la cooperativa que maneja la parada de taxi frente al sanatorio. Dice que ya bajó mucho el movimiento, en este último mes la caída fue cercana al 50%. “Fijate: trabajadores sin cobrar, pacientes que ya no vienen... La baja es enorme y se arrastra desde antes”, cuenta. Un poco más allá, en la tradicional panadería Millán y Raffo, Raquel Regueira dice que el movimiento bajó al mínimo desde fines de 2021. Ella está allí con sus padres hace 35 años. Tienen casi 40 empleados. Han sido años complicados porque también tienen salón de fiestas y la pandemia les pegó fuerte. “Y ahora esto, una atrás de otro”, lamenta.
“Cuando nos enteramos del cierre fue un balde de agua fría. Ahora nos estamos moviendo hacia otros lados y buscando licitaciones”, dice. Y en la esquina está desde hace 94 años la histórica farmacia Osacar. Gabriela, encargada desde hace tres décadas, prefiere ser optimista y buscar el lado positivo: “Capaz, si esto pasa a ser parte de ASSE, viene más público, viene más gente, ¿no?”.
Volvemos a la cantina al fondo de la planta baja del sanatorio. ¿Cómo se explica el sentimiento de pertenencia hacia Casa de Galicia?
—Yo algo te puedo decir —responde Graciela Fernández—. Casa de Galicia empezó como una institución cultural y para poder entrar había que ser socio del centro gallego. El primer estatuto en 1917 crea un instituto de enseñanza porque muchos inmigrantes llegaban desde el medio de las montañas sin haber tenido la posibilidad de educación. Entonces se los ayudaba para que pudieran trabajar.
—Yo aprendí dactilografía. —dice una.
—Y yo contabilidad.
—Pero eso fue hace mucho. ¿Por que hasta hoy muchos de ustedes mantienen ese vínculo tan estrecho?
—Por el arraigo —dicen varias.
—No te olvides que una inmigración deja muchas cosas atrás —sigue Graciela Fernández, como quien da una clase de escuela—. Y acá, por ejemplo, en la quinta los domingos se hacían grandes romerías donde nos encontrábamos con todos los gallegos, conocidos o no... Las empanadas gallegas, las botas de vino. Aprendíamos a bailar las muñeiras.
—¿Pero de qué época hablan?
—Uhhh... década del 60.
—No, yo era chica, ¿qué 60? Los cincuenta —dice otra.
—Yo tengo 58 y ya iba a las romerías de chica.
Entonces Graciela Vázquez interrumpe y pregunta:
—¿Y además cómo explicás vos un sentimiento? Mi único fanatismo es con Casa de Galicia y no tengo otro, ni Peñarol, ni Nacional ni Aguada. ¿Cuántas parejas se han conocido acá en la quinta?
—Nuestros padres nos presentaban los candidatos gallegos —se ríe Mercedes—. Tenían que ser de la colectividad.
Graciela, quien antes era enfermera en la emergencia, saca de su cartera un par de fotos de cuando se casó. Con su marido, que trabajaba en el CTI, pasaron ese día por Casa de Galicia a saludar.
—Nos casamos y nos vinimos para acá. Si no veníamos, le daba un ataque a mi madre —dice ella y muestra una foto donde se la ve vestida de novia y a su esposo de impecable traje en la puerta de la mutualista.
Todos ríen fuerte.
Después dicen que tienen “una corazonada”, que a último momento habrá una salida y que no pierden la esperanza, a pesar de que el proyecto de ley que ordena la reasignación de socios ya está pronto y se prevé votar el próximo martes si no sucede nada extraño.
—¿Y cómo van a limitar nuestro derecho a elegir una nueva mutualista? El ministro dijo el otro día que a los 24 meses podremos elegir. ¿O sea que vamos a estar dos años presos? —dice Graciela Fernández, molesta.
—¿Cómo se imaginan el día que no puedan entrar más acá?
—No lo imaginamos.
—Ese escenario no lo vamos a imaginar porque bajaríamos los brazos y nosotros estamos peleando con un abogado de peso —dice Sandra Montes—. Esto es una dictadura: cortan nuestras libertades. Nos quieren llevar como ganado, como paquetes de encomienda.
—A nosotros nos toca pelear —dicen.
—Yo con casi 73 años, ¿voy a empezar de cero con nuevos médicos porque a ellos se les antoja? —pregunta Mercedes—. ¿Por qué me tienen que mandar a la sociedad que se les ocurra?
—Casa de Galicia es casa... Es la casa de nosotros —dice Sandra.
—Esto es un pedazo de Galicia para nosotros —agrega Graciela Fernández—. Nuestro arraigo está acá. Fuimos robados y engañados, ¿y nos sacan lo único que nos queda?
La charla termina y se ponen a cantar. Mueven los vasos y entonan con entusiasmo “A rianxeira”, una canción popular gallega: “Ondiñas veñen, ondiñas veñen e van / non te embarques rianxeira / que te vas a marear. / A virxe de Guadalupe / cando vai pola ribeira / descalciña pola area / parece unha rianxeira”.
Todas cantan, salvo Walter, que escucha callado. Luego aplauden y gritan. Hay risas pero también algunos ojos llorosos. Por momento parece una imagen bastante triste, como la del Titanic que se hunde.
—¿Y si todo concluye como se espera, y no hay salida?
—Yo estoy con muchas ganas de irme a Galicia, estoy muy desilusionada de todo —dice Sandra, esa que parece dueña de Casa de Galicia—. Mirá que tengo familia allá, lo puedo hacer.
—¿A dónde irías?
—A La Coruña. Nadie piensa en nuestra dignidad.
Entrar hoy en Casa de Galicia es, en la superficie, entrar en una mutualista cualquiera. Los usuarios retiran medicación, esperan turnos, entran y salen con estudios y radiografías. Pero, en los hechos, Casa de Galicia como tal dejó de existir el 23 de diciembre, cuando el Poder Judicial decretó su cierre. Hoy la mutualista es administrada por la Administración de los Servicios de Salud del Estado (ASSE) y cambiará su rumbo, una vez más, en cuanto el proyecto de ley del gobierno, que definirá el destino de los socios y de los funcionarios médicos y no médicos, ingrese al Parlamento la próxima semana.
Tanto el gobierno como los legisladores expresan que el proyecto debe tratarse “con celeridad” dada la situación de incertidumbre de usuarios y trabajadores, a lo que se suma “un riesgo asistencial”, según dice a El País una fuente del Ministerio de Salud Pública (MSP), debido a la “precariedad del marco asistencial que brinda hoy Casa de Galicia”.
En concreto, el “riesgo asistencial” radica en que hubo renuncias de trabajadores en la última semana, demoras en la entrega de insumos por parte de proveedores “por tener incertidumbre en cuanto al cobro de adeudos”, a lo que se suma además la “incertidumbre del pago de los salarios” de los trabajadores. “Hay riesgo asistencial en cuanto a la continuidad de atención a los usuarios, por eso es necesario dar una solución en el corto plazo”, advierten desde el MSP.
Otro de los factores que amerita el rápido tratamiento del proyecto es asegurar el pago de salarios correspondientes a febrero. A partir de este mes vence un certificado del Banco de Previsión Social (BPS) que Casa de Galicia debe pagar, pero al no tener este certificado vigente, la institución no puede recibir el dinero de las cápitas. El “levante” de este certificado “no sería conveniente”, sostiene una fuente del MSP; “sí la redistribución de usuarios para poder hacer frente a los salarios”. Esa redistribución es el eje del proyecto de ley que entrará al Senado el martes y ese mismo día se tratará también en la Cámara de Diputados, dice el senador nacionalista Gustavo Penadés.
En el documento, al que accedió El País, se establecen los criterios de elección de las cuatro mutualistas donde se distribuirán los socios. Estos son: un padrón de usuarios no mayor a 100.000, que la masa de afiliados mayores de 65 años no supere el 20% del total, que el incremento de usuarios no supere el 15% del padrón actual, entre otros requisitos en los que se contempla la situación económica de cada mutualista. Por ahora, las instituciones en consideración son Universal, Cudam, Círculo Católico y el Hospital Evangélico.
En cuanto a la distribución de los socios, el gobierno haría un primer reparto aleatorio, explica Penadés. Cumplidos los 24 meses, los usuarios podrán cambiarse libremente de mutualista. En caso de querer hacerlo antes, podrán tramitar el traslado ante la Junta Nacional de Salud (Junasa) siempre y cuando exista una “causal excepcional” (cambio de domicilio o “pérdida de confianza” al prestador de salud son algunos de los justificativos), tal como lo estipula la normativa vigente.
Por otro lado, a pedido de legisladores colorados, se incluyó un inciso referente a los funcionarios de la mutualista, que dice que los trabajadores dependientes de la institución que hayan prestado servicio hasta el 31 de diciembre de 2021 se distribuirán entre los prestadores de salud que haya elegido el Ejecutivo “en forma proporcional a la migración de usuarios, según lo determine la reglamentación”, dice el segundo artículo del proyecto de ley.
La diputada colorada Nibia Reisch, quien integra la Comisión de Salud, menciona una normativa aprobada en 2001 durante el gobierno de Jorge Batlle, que establece que por cada 1.000 usuarios que el gobierno traslada a otra mutualista, se toman 20 funcionarios. “Hay quienes tienen un único trabajo, hay jefas de familia, funcionarios con dos trabajos... Hay un orden”, señala la diputada. Tanto esa posible solución como el orden de prioridades a la hora de distribuir a los trabajadores “se establecerá cuando se reglamente la ley”.
El documento donde figura este acuerdo de 2001 —que firmó en aquel entonces la Federación Uruguaya de la Salud (FUS), las autoridades del MSP y el Ministerio de Trabajo y Seguridad Social (MTSS)— no es la primera vez que se nombra: la FUS lo puso sobre la mesa en las negociaciones que mantuvo el sindicato con el gobierno a principios de este año.
Esta propuesta fue ratificada, además, por la Asociación de Funcionarios de Casa de Galicia (Afuncag). No obstante, la actual directiva del gremio no está conforme con ese preacuerdo firmado en enero para iniciar negociaciones con el gobierno, y ahora deciden ir “por otro carril”, dice Lorena Angelozzi, integrante de Afuncag. En este nuevo rumbo no entra la FUS, o al menos el secretario general Jorge Bermúdez, quien fue cuestionado.
El pasado lunes, Afuncag mantuvo una reunión con el MSP, el MTSS, la Junasa, el Ministerio de Economía y un representante de las cuatro mutualistas que, de aprobarse el proyecto de ley, absorberán socios y trabajadores. Allí el gobierno “invitó” al gremio a participar en la mesa de negociaciones. La reunión volvió a repetirse el viernes, pero la participación de Afuncag en las negociaciones se decidirá recién en una asamblea la próxima semana.
En tanto, el gobierno les comunicó que se regirían por lo acordado a principios de enero. “Nosotros estamos recorriendo el camino ‘A’, que es la lucha, y no el ‘B’”, asegura Angelozzi. El “punto de partida” de Afuncag es mantener el 100% de los puestos de trabajo, permanecer en la institución Casa de Galicia y que los socios también sigan atendiéndose allí.