CRÓNICA: LA VIDA LENTA JUNTO AL MAR
Pamela Aguirre relata cómo es pasar del frenético ritmo de Buenos Aires a la pasmosa tranquilidad del este. Además, investiga por qué Rocha es el departamento con la mayor tasa de suicidios.
Es agosto. Hace tres semanas que llegué y desde entonces, llueve. Veintiún días de una lluvia floja, espesa, incómoda, tierna, rampante, helada. No es que allá no lloviera. Pero acá soy ajena y la lluvia, desamparo. En la superficie, el agua enciende el verde de los pinos, los eucaliptos, los aromos; los surcos de las cortezas y los líquenes que las habitan; los techos de teja y los de paja que, mojados, tienen filones oscuros y se parecen al pelaje de un zorro gris. En la superficie, el agua le da a todo un aspecto bruñido, salvo a las calles, que son de arena y se vuelven un fango pegajoso que chupa los pies: algo movedizo, como caminar en un charco de aceite. En la superficie. Adentro, en lo profundo de las cosas, acá la lluvia es un desierto acuoso. Un vacío.
Acá es La Paloma, un pueblo costero de unos 10.000 habitantes según un relevamiento policial —no hay datos precisos, el último censo fue en 2011— en el este de Uruguay: un puñado de casas bajas, un edificio que desconcierta, un faro del 1800, hoteles y aparthoteles frente al mar, un centro que es una avenida con un bulevar ancho de flores, palmeras enanas y una escultura a tamaño real del esqueleto de una ballena franca austral (acá se avista a ese mamífero), algunos locales vacíos, y una decena de bares y restaurantes de playa —paja, chapa, madera, mimbre, caña— que, en otoño invierno y primavera a veces abren y a veces, no.
Allá es la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, la capital de Argentina, más de tres millones de habitantes, 15 si se suman los del Gran Buenos Aires: la tercera ciudad más poblada de América Latina detrás de San Pablo y Ciudad de México. Y entonces: subtes, trenes, metrobuses, autopistas, shoppings, hipermercados, carteles luminosos que flotan como insectos, barrios privados, villas miseria, torres, estadios, galerías de arte, museos, teatros, cines, librerías, bibliotecas, restaurantes, cadenas de comida rápida, cadenas de gimnasios, clases y talleres de danza teatro escritura lectura boxeo zumba elongación eutonía acuarela cerámica dibujo grabado y todo lo que existe y todavía no se inventó. Y lluvia también, claro. A veces tres semanas de una lluvia lenta que se suelta de un cielo mutante: lácteo, gris, negro. Y yo en esa lluvia. Yo, que podía elegir, —otros están a la intemperie— y que a veces miraba llover desde la ventana. Y otras —muchas— iba como una devota a esos lugares apretados de cosas, comida, deporte, arte que ofrece la ciudad y que, probablemente, sean también una forma de vacío: un vacío de rostros borrados. Una soledad que conozco, que me salvaba.
Llegué acá porque quería. Quería intentar una vida en otro país. Quería saber si era mejor. Quería, sobre todo: salir de ese ruido de cuerpos amontonados que a veces te rescata. Que también te hunde.
Llegué acá con mi compañero y nuestro hijo de tres años porque elegimos estar acá: al lado del mar, en un bosque de eucaliptos, pinos y aromos, en calles de arena sin veredas marcadas, entre el benteveo, el carpintero, el pirincho, y todos los otros pájaros que no sé nombrar.
Y sin embargo.
La lluvia. La ausencia de los refugios urbanos de consumo. Y el viento. Porque el mar es lo inmenso del agua, el horizonte líquido, su fuerza hipnótica. Pero es también un gemido bronco y oscuro de una voracidad brutal. Y a veces es, sobre todo, eso: las copas de los pinos raquíticos se mueven como si pendieran de un hilo roto, las hojas y las ramas de los eucaliptos parecen cuerpos desaforados en un recital, las ráfagas se cuelan por las hendijas de las puertas y ventanas y se siente un frío hondo que nace en los pies y se expande como un tumor.
Hay también —claro que hay— días en los que el cielo es un manto azul perfecto y el aire una brisa limpia de danza y gorjeo de pájaros, y mañanas suaves en las que el sol te baña escondido entre los árboles, y atardeceres en los que desciende, ya lo dijo Borges, ese brillo desesperado y final que conmueve. Esos días es más fácil. Esos días discurro sobre planes y utopías. Y recuerdo. Recuerdo el gentío, la bulla, los pasos rápidos, el aire inmundo, los bocinazos. Recuerdo mi plaza, mi librería, mis calles, mi mesa en el bar. Recuerdo este poema de Idea Vilariño: “Todo es muy simple mucho / más simple y sin embargo / aun así hay momentos / en que es demasiado para mí / en que no entiendo / y no sé si reírme a carcajadas / o si llorar de miedo / o estarme aquí sin llanto / sin risas / en silencio / asumiendo mi vida / mi tránsito / mi tiempo”.
Elegí estar acá.
Y aun así.
Hay momentos de un abismo insondable. Y no importa si el sol, si la lluvia, si la mañana tibia, si el claro de luna, si el viento poderoso, si el aroma de los pinos. Entonces deambulo, limpio, ordeno, saco arañas, acomodo un florero, corto una flor, leo, escribo, mato bichos que desconozco, camino al lado del mar, lo miro, lo huelo, me lleno de su olor amplio y profundo.
Saludo gente en la calle, la gente me saluda, conozco a algunas personas, hablo, pregunto.
¿Quiénes somos los que vivimos acá?
Están los que acá nacieron y acá van a morir. Están los que acá nacieron, se fueron, y vuelven los fines de semana. Y estamos los que llegamos: de Argentina, de Brasil, de Alemania, de Venezuela, de Canadá, de Francia, de Colombia, de Montevideo.
Hay ingenieros en sistemas a quienes les gustó ser nómadas digitales. Y fueron. Y acá están, quién sabe hasta cuándo. Hay apicultores. Hay maestras. Hay biólogas. Hay arquitectos y arquitectas. Hay productores agropecuarios. Hay médicas. Vinieron, se quedaron. Vinimos. Nos quedamos.
Porque el mar, el aire fresco de las mañanas que te atraviesa como una flecha, el silencio del canto de los pájaros, la vida como una escena lenta con banda sonora de chajchas y palos de agua.
Leouna crónica de la periodista argentina Leila Guerriero sobre la Patagonia argentina y encuentro ahí algo que se queda, como un eco. Es un fragmento en el que cuenta la vida de la gente en un pueblo remoto. Dice:
“(…) Marta vino con su marido hace diecinueve años, buscando tranquilidad: acá encontró.
—Pero al principio me deprimí. Acá no hay un cine, un gimnasio, un bingo (…)
Me pregunto cuánta intranquilidad tienen estas almas para venir a combatirla acá: a estos confines, con estos aburrimientos. Me pregunto qué nombre tiene —en realidad— eso que buscan”.
Acá no es igual. Pero se parece: no hay cine, no hay teatro, no hay grandes tiendas. Hay gimnasios, hay un casino. Y en enero y febrero, además, habrá multitudes: como toda ciudad de mar, se volverá una sucursal pasajera del apiñamiento urbano. Y nosotros —los que vinimos a buscar— seguramente querremos huir.
Y entonces yo también me lo pregunto: qué nombre tiene —en realidad— eso que busco.
Después, un día entre todos, vuelvo a abrir el libro El trabajo del sueño, de Mary Oliver, y leo estos versos del poema Cazón, que resuenan como el estertor de una fiera:
“Quería/alejarme, quería el exilio / (...) quería / que mi vida se cerrara, y se abriera / como una bisagra o un ala, como esa parte de la canción / cuando estalla / contra las piedras: una explosión, un descubrimiento; (...) quería saber / quienquiera que fuese, que estaba viva (...)”.
Y pienso que ahí está. Que lo que busco nace de ese impulso animal y es la certeza de esa vida posible: de ese estallido. Un instinto de supervivencia que algunos sacian en el ruido de la ciudad porque encuentran huecos a salvo de la melancolía. Un río de peces de colores que otros venimos a buscar muy lejos, en un exilio que elegimos.
La aventura de migrar de la ciudad a un pueblo de mar y migrar, además, de un país a otro es más o menos así: primero un bisbiseo que dice “ya no hay más que un cansancio agrio, es hora de irse”; después, elegir dónde y hacer una lista mental con los beneficios —no hay lugar para los daños. Después todo lo demás: buscar trabajo, buscar escuela, deshacerse de muebles, ropa, cosas —tantas cosas—, guardar lo que nos va a hacer falta —cosas, tantas cosas—, viajar un día a buscar vivienda, mirar diez, veinte, cincuenta casas, pensar cómo puede haber tanta cosa desvencijada, encontrar, un día, un lugar que sí, una voz que dice “acá puede ser”, y enseguida, “es acá”. Por fin, mudarse.
Creer que ya está. Darse cuenta de que nada está. Largarse a llorar.
Desembalar, limpiar, ordenar y —esto es lo más difícil— entender que esta quietud de aves, grillos y sapos, este cielo manso, este abrigo de hojas verdes, no es la foto de un álbum de vacaciones: ahora es tu casa.
“Lo más difícil es no hacer nada: quedarse solo ante el cosmos es la desnudez final. Algunos no lo aguantan. Entonces van a divertirse”, escribió Clarice Lispector. Vine acá a vivir. Acá trabajo, cocino, juego, amo, escribo, leo, camino. Y sin embargo, esta vida lenta bajo el murmullo del mar a veces parece una sucesión de nada. Y esa nada no es fácil de aguantar. Empieza entonces la batalla contra un roedor mental que extraña los olores de la urbe. Y hay que silenciarlo cada día, sin piedad. Después, de a poco, apoyar los pies, recobrar el sostén: aferrarse, impedir la caída.
Salgo a conocer: las calles, la radio, las playas. Me anoto en una clase de yoga. Aprendo cosas del pueblo: que no es pueblo, que en 1982 lo vieron grande y lo llamaron ciudad, que llegué justo para celebrar los 147 años del primer giro de luz del faro. Aprendo quién es el alcalde, quién el intendente. Leo diarios nacionales. Leo diarios de la zona: vecinos piden que frenen construcciones en la playa, vecinos piden que asfalten la terminal.
Y un día, antes o después de sacar las malezas del jardín, leo algo que me inquieta. Leo esto: “Alarma por aumento de suicidios en Uruguay”. Y después: “En 2020 hubo 718 suicidios. Rocha es el departamento con más suicidios por habitantes, con una tasa de 44,5 cada cien mil personas”.
Es noviembre y el sol entra en cascadas por la ventana. Hace tres meses que estoy acá. Acá es La Paloma, un pueblo costero del departamento Rocha, al este de Uruguay. Rocha no es la pampa lisa en la que nací: es mar y una tierra de verdes intensos que se eleva y se hunde en cuestas suaves y tajamares de agua tranquila. Rocha es, desde la ventanilla de un auto, una postal. En Rocha, entre enero y diciembre de 2020, 32 personas decidieron no vivir más.
Quiero saber qué pasa. Conocer es, también, un modo de pertenecer.
Una cuestión de suerte.
La comisaría de La Paloma es un edificio chato de un azul eléctrico prolijo. Al frente, tres neumáticos pintados de blanco desbordan flores rosas y amarillas, y en un costado se yergue un mástil del que cuelga un pedazo de tela flojo y raído, una bandera de otro tiempo. La sala de espera es exigua: tres sillas rojas contra una pared de un metro, un mostrador y un vidrio que separa a quien entra de la autoridad. La luz es débil.
El policía es un hombre alto de cuerpo macizo y rostro suave. Se balancea, mira el celular, me lo alcanza:
—Tuviste suerte —dice con parsimonia— hace poco unas gurisas vinieron a pedir información y entonces busqué. No tenemos un sistema que filtre la cantidad de suicidios, pero me puse a mirar los partes y más o menos algo saqué.
Lo que sacó es esto:
“Suicidios
Año 2021: 8. Tentativas 2. Todos mayores de 30.
Año 2020: 12. Tentativas 11. Cinco entre 20 y 30, el resto mayores de 30.
Año 2019: 7. Tentativas: 5. Dos entre 15 y 30, el resto mayores de 30.
Año 2018: 10. Tentativas: 9. Tres entre 12 y 30, el resto mayores de 30”.
—¿Solo en La Paloma?
—Sí, pero como te digo, es lo que pude buscar yo.
Todavía no sé absolutamente nada salvo una cosa. Los datos acá son esto: una cuestión de suerte.
El hombre se aleja y se reclina sobre un fichero metálico como quien se acuesta en un sillón mullido. Después dice que en octubre en La Paloma hubo tres suicidios: un hombre de 70 años se disparó con una escopeta, uno de 60 se ahorcó en su casa, frente al mar, y un gurí de veintipico recién llegado de Montevideo se ahorcó en la habitación del hostal que lo alojaba.
—Acá a la vuelta: cruzas, doblas y ahí en una de esas callecitas está el hostel, ahora está cerrado. Se mató la semana pasada —dice, la voz serena, el cuerpo echado.
Además de esas tres muertes, según los datos que recuerda el policía, en octubre dos personas intentaron suicidarse y no pudieron: eran dos mujeres, habían tomado cócteles de pastillas.
Recorro el barrio donde la semana pasada se ahorcó un chico de alrededor de 20 años. Al lado de un árbol, la tierra se come las chapas de un auto abandonado. Las casas son modestas, los frentes cubiertos de flores estoicas. El hostal está cerrado. Y no hay nadie que sepa si ahí alguien se mató.
De regreso a mi casa, el paisaje se transforma en una postal de verano: césped ardiente, casas prolijas, riego automático. En uno de esos chalés de fin de semana, seis adolescentes juegan a las cartas en ronda, ajenas al mundo.
"Lo peor es generar estigmas"
La psicóloga Paola Fernández vive en la ciudad de Castillos en Rocha y desde 2017 da charlas y talleres de prevención del suicidio. La voz vibra alta, enérgica:
—Lo peor -dice— es generar estigmas. El suicidio no es cosa de un pueblo, es un problema del país y su estado de ánimo colectivo. Y es un problema social, económico, médico. Puede haber un desencadenante pero en el fondo siempre hay una situación más compleja. Hasta puede tratarse de hechos traumáticos vitales no elaborados como el abandono, el maltrato, la violencia, el abuso. El suicida es una persona que sufre. Para ayudarlo hay que intervenir activamente, darle herramientas para vivir. Y para eso hacen falta programas de salud mental reales, accesibles y territoriales. Programas que hoy no existen.
Después Fernández dice que acceder a las cifras reales de suicidios es difícil y que, solo luego de años de pedirlos, logró que el Ministerio del Interior le diera los datos de la cantidad de suicidios por año y por localidad del departamento de Rocha. En esos datos dice que en 2019 y en 2020 hubo un suicidio cada año en La Paloma y que en 2018 los suicidios fueron dos.
Las cifras reunidas por un policía de la comisaría (y citadas más arriba) decían otra cosa. Decían que en La Paloma en 2020 hubo 12 suicidios, en 2019, 7, y en 2018, 10.
En busca de información.
Acceder a los datos no es fácil. Los datos acá son esto: una cuestión de suerte. Voy a la policlínica de la Administración de los Servicios de Salud del Estado (ASSE) de La Paloma. Es una construcción incólume de silencio blanco. Una mujer me dice que tengo que hablar con Maximiliano Rodríguez, el encargado del servicio, pero que ya se fue. Vuelvo al otro día, Maximiliano no está. Un hombre lo llama. Me avisa que vuelve en quince minutos. Entonces lo espero.
El lugar es limpio, fresco y nuevo: lo remodelaron el año pasado. Nueve personas esperan para retirar medicamentos. Afuera todo es silencio hasta que pasa una camioneta que anuncia por altoparlante un evento deportivo: gran campeonato de pádel. Acá se sigue haciendo publicidad así, a gritos callejeros.
Cuando llega, Maximiliano Rodríguez —ambo verde, campera de gimnasia, zapatillas— me hace pasar, cierra una puerta que da a un pasillo y se apoya contra una pared. Habla lento, la mirada baja.
—Las autoeliminaciones —dice, con voz pálida— te diría que aumentaron pero no sé si son un problema grave: el sistema no nos permite diferenciar por diagnóstico y no hay un registro. Igual voy a consultar con la gente de informática a ver si conocen una forma de acceder a esos datos.
—¿Programas de prevención hay?
—Había. Con la pandemia se suspendieron y ahora se hace poco: charlas en liceos y seguimiento telefónico de algunos pacientes. Hacemos lo que podemos con los recursos que tenemos.
Cuando salgo del pasillo, escucho la conversación de una mujer con el recepcionista: es argentina y hace dos semanas llegó a La Paloma para quedarse. Sonrío, siento que algo invisible nos une aunque quizá nunca más la vuelva a ver.
Días después, le escribo a Rodríguez. Habló con el personal técnico y confirmó lo que ya sabía: el programa informático no diferencia una gripe de un suicidio. Seguramente —dice— porque es algo confidencial. Y sugiere que pregunte en el área de Salud Mental de Rocha.
Es la tarde de un día claro, quieto. En el Hospital de Rocha dicen poco. El área de Salud Mental funciona en un edificio desvaído. Adentro, brillan azulejos verdes recién pintados y se escucha la voz de un hombre que balbucea. La mujer que me atiende se llama Solange Rija y dice que es la referente en temas de suicidios: ella pide los datos a todas las localidades del departamento y los envía al Ministerio de Salud Pública para que el Día Nacional de Prevención del Suicidio —no antes, no ahora— sean divulgados en redes sociales y en el sitio web. También dice esto:
—Datos de suicidios no vas a encontrar, a veces ni nosotros los tenemos.
Insisto. La comisaría de Rocha es una esquina azul. Entro, pregunto. Un policía me dice, amable, que le pregunte a su compañero en la ventanilla de enfrente, y el compañero me dice, amable, que cruce a la Jefatura, que está ahí nomás. La Jefatura es un edificio de una suntuosidad gastada. Una mujer de sonrisa amplia dice que va a consultar con el área de ayudantía. Al rato, de una escalera doble baja un hombre que, amable, dice que no pueden dar datos, que ellos los pasan al Ministerio del Interior, que ahí los pida.
En el Ministerio del Interior responden: “Buenas tardes; usted debe contactarse al respecto con el Ministerio de Salud Pública”.
En el Ministerio de Salud responden que lamentablemente aún no hay cifras oficiales del número de suicidios e intentos en 2021.
La directora del Hospital de Castillos dice que está a la orden. Pero después hace silencio.
El director de Salud del departamento de Rocha dice que están trabajando en unos proyectos sobre salud mental y que tiene pendiente una reunión con las autoridades para que lo autoricen a hablar.
Después, llamo al psiquiatra Ricardo Bernardi, exintegrante del área de Planificación de Salud, Asistencia y Prevención del GACH. La voz se rompe pero se entiende cuando dice:
—El manejo de los datos es malo. Los suicidios no entran todos en una misma bolsa, cada situación requiere un plan de acción distinto y para eso se necesitan datos en tiempo real. Datos que hoy no existen.
—¿Por qué no existen?
—Por burocracia.
Esa ineficiencia tan urbana de la que me fui. Y que acá está, tan intacta, en medio del mar y los árboles y los cerros y la arena. Pienso en los suicidios, que allá también existen y también son una cosa difícil de explicar. Tantos porqués sin respuesta. Pienso en esta frase de Natalia Guinzburg: “Tener una vocación, conocerla, amarla, servirla con pasión, porque el amor a la vida genera amor a la vida”.
Es 22 de noviembre. Fue una tarde húmeda de aire blando. Ahora es de noche, la casa está en silencio y solo se escucha el silbido de un viento que anticipa una lluvia feroz. La cocina y el comedor huelen a jazmín. Hoy corté unas ramas y las puse en agua, como hacía antes en Buenos Aires. Entonces, por un momento, acá y allá son lo mismo, la vibración dulce de ese aroma.
Los datos de los suicidios: lo que se sabe en Rocha
El Ministerio de Salud Pública aún no sabe cuántos suicidios e intentos de suicido hubo en Rocha en 2021. La Administración de Servicios de Salud del Estado (ASSE), tampoco dispone de esa información, según se transmitió a El País. En 2020 fue el departamento del país con más suicidios por habitante, como se relata en la nota principal.
Walter Alonso, psiquiatra y jefe del Servicio de Salud Mental del Colectivo Médico Rochense (Comero), dice que es difícil saber la cantidad de suicidios pero que tienen un registro de tentativas. Según esos datos, entre enero y octubre de 2021, 40 personas intentaron suicidarse en Rocha y fueron atendidas en Comero: 29 fueron mujeres -18 menores de 40 años, siete menores de 20 años- y 11 fueron hombres -siete menores de 40 años, dos menores de 20 años-. Más información: 23 casos fueron en Rocha, cinco en Castillos, cinco en Chuy, tres en La Paloma, dos en Lascano, uno en Velázquez y uno en San Luis.
Una periodista argentina y su cambio de vida
Pamela Aguirre, autora de la crónica que se publica aquí, es una periodista y traductora argentina. Colaboró con los medios La Agenda y Ohlalá en su país y con la revista norteamericana World Grain. Fue productora periodística en la señal Todo Noticias (TN) durante seis años y además productora ejecutiva del programa TN Internacional por cinco años. En 2015 fue finalista del V Premio Nuevas Plumas de Crónicas Inéditas en español. Actualmente vive en Uruguay: se mudó junto a su familia al balneario La Paloma en el departamento de Rocha. Aguirre colabora con medios locales, con la editorial norteamericana Sosland y con la revista española Coolt. En Twitter es @paguirreleone.