RIESGO POTENCIAL
Hoy son 40 los ingresados en CTI en una curva que crece. Autoridades e intensivistas dicen que la situación está controlada, pero aguardan el impacto de los picos de 300 casos de la última semana.
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Las cifras no dan tregua. A medida que la curva de contagio toma forma vertical, vuelve casi silencioso el fantasma del colapso de los hospitales; la razón de fondo de por qué el COVID es tan peligroso. La película que vimos con anticipación en el resto del mundo, la de hospitales colmados y hasta personas sin asistencia, ¿puede pasar acá?
Los expertos no dejan de lado la cautela que los suele caracterizar, pero imaginan escenarios posibles, algunos más optimistas, otros no tanto. Al día de hoy, los números tal cual están, no significan un problema. La situación de los CTI “está controlada”, dicen los médicos y las autoridades. Hay camas y hay personal. Pero, en lo que coinciden categóricamente todos los intensivistas es en que, de continuar con esta tendencia exponencial, el sistema va a estresarse.
Y la cantidad de factores que inciden en este posible estrés no se limitan solo a la cantidad de camas ni a la cantidad de respiradores; de hecho, el número de camas y equipamiento en Uruguay es bastante alto si se compara con otros países de América Latina. Hay más en juego: la larga estadía de una persona con COVID-19 que ingresa a terapia intensiva o que la enfermedad afecte al personal de salud son factores a tener muy en cuenta.
El ministro de Salud Pública, Daniel Salinas, informó el 4 de diciembre que la tasa de ocupación de las 750 camas de CTI se encontraba en el 59%, contando los casos de COVID y las demás patologías. Esta cifra se ha mantenido a lo largo de los últimos meses. Hasta la noche del viernes, la tasa de ocupación era de un 59,4%, según datos de la Sociedad Uruguaya de Medicina Intensiva (SUMI). De esa ocupación, el 4,9% correspondía a casos de COVID.
Por otro lado, las cifras dicen que el 41,8% de ingresos totales a CTI por COVID se dieron entre el 11 de noviembre y el 11 de diciembre. La cifra es mayor aún si se tiene en cuenta los primeros días de noviembre.
Las cifras de SUMI pintan un panorama bastante preocupante: en las últimas seis semanas, el ingreso a CTI fue escalando de un piso de 11 a fines de octubre a 40 al día de ayer. Para el médico intensivista y presidente del SUMI, Luis Núñez, “la tendencia es clara”.
Sin embargo, la tasa de ingresos de personas con COVID a CTI es menor que en marzo y abril. Pedro Alzugaray, jefe de CTI del Sanatorio Americano y consultante de medicina intensiva en el interior, plantea: “Al principio se decía que, del total de los contagiados activos, un 5% ingresaba a CTI. Hoy se sabe que menos, la cifra entre el 1 y 2%”.
Al mismo tiempo, el médico intensivista Carlos Chicheff, coordinador en la Unidad de Cuidados Intensivos del Hospital Británico, hace el ejercicio de compararnos con el principio de la pandemia, cuando hubo una “ola” de ingresos a terapia intensiva. “Para 30 positivos por día, llegó a haber 15 o 16 pacientes por día en terapia intensiva. Había una relación del doble”, sostiene.
Hoy no se da esa relación de ingresos, al menos no en las últimas semanas. En cifras concretas, según el último informe epidemiológico proporcionado por el Ministerio de Salud Pública (MSP), de cada 100 casos, menos de dos han requerido ingreso a cuidados intermedios o CTI. Chicheff piensa que, si bien hay más casos positivos, la menor tasa de ingreso puede deberse a que los activos de ahora corresponden a personas más jóvenes, que no cursan con gravedad la enfermedad. De hecho, según los últimos datos del MSP, la probabilidad de requerir ingreso hospitalario se incrementa con la edad: 2,5 de cada 10 casos en personas de 75 años y más requirieron ingreso en algún momento.
Aun así, la preocupación acecha y tiene raíz en la incertidumbre. Sobre todo, si nos centramos en la última semana.
El impacto real de esta tanda de 200 y 300 casos no es visible todavía en los pasillos de terapia intensiva del país, lo que vemos hoy son las consecuencias de lo que pasó hace no menos de 15 días. El infectólogo Julio Medina, director de la Cátedra de Enfermedades Infecciosas de la Universidad de la República (Udelar), expresó el pasado martes un pronóstico alarmante: “Esta curva empinada-vertical se traduce para las próximas 4-6 semanas en decenas de familias que perderán un familiar, decenas de ingresos a CTI, decenas o cientos de ingresos a áreas hospitalarias”, escribió en su cuenta de Twitter.
La esperanza: "¿Quién te dice que no se salva?"
En Uruguay, la medicina en general —y la medicina intensiva en particular—, están “muy reglamentadas”, desde las condiciones físicas hasta el requerimiento de personal y equipamiento, dice el doctor Pedro Alzugaray. “Tenemos médico cada seis camas, médicos que van todas las mañanas, médicos que hacen guardia, enfermera cada dos camas, nurse cada seis”, enumera. La reformulación del trabajo en medicina intensiva ha tenido entre sus cometidos minimizar el multiempleo, pero aun así, es una realidad vieja y conocida. “Los enfermeros cubren esos cargos, pero trabajando en otros lados, al igual que los médicos. Esto se vuelve muy frágil si contraen esta enfermedad o quedan en cuarentena”, señala el intensivista. Por otro lado, en el personal de cuidados intensivos entra en juego el factor emocional, el agotamiento, el cansancio inherente a atender un paciente hasta por treinta días, algo que no es usual en un CTI.
Carolina Kahrs es licenciada en enfermería y trabaja en dos unidades de cuidados intensivos donde atiende a pacientes con COVID en el interior del país. La sensación que empieza a aparecer frente a estos pacientes de largo aliento es la esperanza, dice. “Pensás: ‘¿quién te dice que no se salva?’, y pensás también en que no vieron más a su familia”. Hoy valora más que nunca “lo humano” en esta profesión. El equipo.
“Uno realmente necesita buen equipo para trabajar. Cuando tengo que entrar a atender a uno de estos pacientes, miro por la ventanilla y ahí están mis compañeros, atentos a lo que pueda necesitar. Siempre atentos. Y yo también, cuando alguno de ellos entra, los acompaño a través del vidrio”, dice Kahrs. Carlos Chicheff, como coordinador en el CTI del Británico, dice que lo más duro ha sido “manejar la parte emocional del personal y de los familiares”. Ese sostén, dice, hay que hacerlo en equipo: “Trabajamos con psicólogos y médicos para que se dé esa comunión en la comunicación que es muy importante”.
Todavía es pronto.
Alzugaray lo sintetiza así: “Hoy estamos en una situación favorable, que en el corto plazo puede pasar a ser muy desfavorable”. Como hombre de ciencias sabe que no se pueden obtener resultados distintos haciendo siempre lo mismo. “Si no frenamos, nos desbordamos. En febrero vamos a estar liquidados. Si no frenamos, hay un momento que se va a desbordar”, insiste. A su juicio, las medidas del gobierno debieron ser algo más “enfáticas”, pero reconoce lo difícil que puede ser “poner tantas cosas en la balanza”.
El riesgo está, pero es potencial, dice William Manzanares, profesor agregado de la cátedra de Medicina Intensiva de la Facultad de Medicina y jefe del CTI de Médica Uruguaya.
“Todo va a depender del impacto que tengan las medidas. Los próximos días van a ser clave para poder predecir cuál va a ser el comportamiento en relación con la medicina intensiva”, agrega.
En terapia intensiva, esta enfermedad tiene un comportamiento particular. Quien ingresa a CTI por pocos días, significa que no le fue bien, dice Chicheff. La estadía es larga de por sí, y más aún en aquellos pacientes que son asistidos por un respirador, que son quienes sufren una “tormenta inflamatoria”, que implica diversas alteraciones a nivel respiratorio.
En esta etapa, el respirador es la vida o la muerte. De los pacientes intubados, entre el 70% y el 80% mueren, no sin antes atravesar una estadía que se prolonga no menos de 10 días, mucho más que lo que permanecen en terapia intensiva pacientes con otras patologías.
Allí radica otra variable que atenta contra la disponibilidad de camas: el tiempo.
Teniendo en cuenta este factor y la disponibilidad de camas de CTI en Uruguay, un estudio del Grupo Uruguayo Interdisciplinario de Análisis de Datos de COVID-19 (Guiad) realizó un cálculo para estimar el número constante de infecciones que podrían llegar a saturar la capacidad de los CTI del país. Según los cálculos, 1.419 nuevas infecciones diarias (es decir, infecciones reales, no necesariamente casos reportados) saturarían la atención en terapia intensiva.
El cálculo, que se enmarca en un estudio realizado por el investigador Daniel Herrera del Laboratorio de Neurociencias de la Udelar, se basa en los siguientes elementos: la mediana de 11 días de ocupación de CTI reportada por el MSP, una cifra aproximada de 200 camas de CTI disponibles en Uruguay y la consideración de que “ante un flujo sostenido de infecciones se llegará a un requerimiento de camas de CTI equivalente a la suma de los pacientes críticos que se generan en una ventana de 11 días”, dice el informe.
En estos días, el MSP trabaja para ampliar la capacidad de asistencia a los más graves. En entrevista con VTV Noticias, Luis González Machado, presidente de la Junta Nacional de Salud, adelantó que el próximo jueves se hará una “nueva entrega de respiradores y monitores” en todo el país, lo que hará “aumentar más la capacidad de camas de internación de cuidados intensivos y moderados”, aunque descartó de plano que la situación exponencial se prolongue y enfatizó que “estamos muy lejos de la capacidad de saturación de camas de CTI”.
Según pudo saber El País, el MSP repartirá un aproximado de 100 monitores y 100 respiradores a prestadores públicos y privados de todo el país, en caso de que se encuentren frente al escenario de tener que ampliar su capacidad. Desde la cartera señalan que la medida es “solo a modo de prevención”, y que por ahora “no hay requerimiento”.
Para Alzugaray, las medidas que se han desarrollado en el Plan de Contingencia del MSP, que amplían la capacidad frente a un escenario de colapso, son bienvenidas; toda medida de contingencia es bienvenida. Pero, de todos modos, “no está bueno. No es deseable”, dice. Para él significa “hacer lugar para recibir a esta enfermedad que es una desgracia”, se lamenta.
Quienes trabajan en la primera línea dicen que nunca se termina de estar preparado. Nadie está preparado para el escenario más cruel que ha mostrado el COVID, para la muerte en soledad, para la muerte sin asistencia, para la muerte desconcertante. Nadie está preparado para vivir todo eso que vimos pasar como en una película, acá desde lejos, parados sobre una tierra que supo ser oasis.
Lo dice Alzugaray, el jefe del CTI del Americano:
—Es jodida. Mata. Puede matar a todas las edades. No está bueno acercarnos para paliar esta enfermedad. Lo que está bueno es prevenir. Que no venga.
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“Tenés que internarte”, escuchó Felipe Vázquez (31) cuando fue a consultar por un dolor en el pecho a principios de diciembre. Nació en Tacuarembó pero hoy vive entre Paraguay y Uruguay. Fue de aquel lado que recibió la noticia, lejos de su esposa, de su hija y de sus padres en un centro de salud de Asunción.
En los días previos se había sentido mal, raro, cansado, con el pecho apretado. Los síntomas eran compatibles con coronavirus, pero la rapidez con la que se hizo el test dio como resultado un “falso” negativo al principio. Vázquez reconoce que antes de los síntomas había hecho justo lo que no había que hacer: una cena con amigos en un restaurante, un asado y una salida nocturna donde compartieron mesa con un grupo grande de gente.
Él y cuatro amigos resultaron infectados. Habían tentado a la suerte. O más bien a la probabilidad. Ese “tenés que internarte” era real, no había juventud que valiera cuando la tomografía arrojaba manchas en los pulmones y el diagnóstico decía neumonía bilateral.
Así, el jueves 3 ingresó en una sala de CTI porque no había camas disponibles en cuidados intermedios. Se recuperó rápido de esa fase de la enfermedad porque no le dio “ventaja al virus”, dice. “Apenas tuve algo, inmediatamente consulté. Eso hizo que no llegue a gravedad”. Cuando salió, la semana pasada, los médicos estaban contentos. El ingreso precoz fue clave. Varios pacientes —también jóvenes— que ingresaron demasiado tarde no corrieron con la misma suerte, le dijeron.
Vázquez nunca pensó que le podía tocar a él. Tenía años de deporte encima: competencias de handball, fútbol, básquetbol, atletismo. Una lesión lo había dejado fuera de juego durante algunos años, pero aprovechó este año para volver a moverse. Antes de contraer el virus jugaba al tenis, entrenaba en la mañana y en la tarde, “llevaba una vida saludable, incluso con nutricionista”, comenta. El embate fisiológico fue duro, pero de lo que Vázquez no se olvida es de esa sensación de incertidumbre. Se acordaba de las historias de enfermos de COVID que entraban por alguna cuestión respiratoria y nunca más salían.
Ahora tiene el alta médica, hace fisioterapia y le espera un proceso paciente de recuperación. Se agita fácil, va de a poco. “No es que vaya a quedar con secuelas, pero no quita que en este momento no estoy recuperado”, dice.
En Uruguay hubo hospitalizaciones de pacientes más jóvenes. El último informe epidemiológico del MSP data que el grupo etario con más proporción de ingresos hospitalarios fue el de 75 años y más, con un 24,06%. Pero, si se mira para abajo, entre los 25 y los 54 años hubo un total de 9,4% de ingresos hasta el 4 de diciembre.