De la guerra en Siria al desengaño en Uruguay

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"Están locos. Niño chico, tres días, frío, lluvia. Vaya para "Líbano", dice Ahmed. Foto: F. Ponzetto
Inmigrantes Sirios acampan frente a Presidencia, en Plaza Independencia, ND 20150907 foto Fernando Ponzetto
Archivo El Pais

“Como en guerra, la vida. No bomba, todo caro”: así sintetiza Ibrahim Al Mohammed, un refugiado sirio en Uruguay, el porqué se quiere ir del país que lo acogió hace 11 meses. Esta semana, ante sus reclamos en la Plaza Independencia, el gobierno pareció querer desentenderse pero finalmente terminó admitiendo algunos errores.

Ibrahim Al Mohammed dejó su casa en las afueras de Aleppo, Siria, el 9 de septiembre de 2012, con su esposa Sanna y dos hijos, Nihal y Ahmad. Atrás quedaron la tienda de ropa de la que era dueño, su madre, cinco hermanos y cinco hermanas. Se fueron al Líbano. Allí, un amigo de su padre le consiguió trabajo y alquilaron una casa durante un año y medio. El hombre que lo había ayudado se fue del país y él pasó a vivir en una carpa —no de refugiado, aclara— durante tres o cuatro meses. Sanna, su mujer, quedó embarazada.

Un día llegaron a su carpa representantes de Acnur (la agencia de la ONU para los refugiados) y le ofrecieron viajar a Uruguay. Fue a la embajada uruguaya en el Líbano, ahí se reunió con Javier Miranda, director de la secretaría de Derechos Humanos de Presidencia, y con Susana Mangana, especialista en estudios árabes e islámicos. Le dijeron que este era un país tranquilo, sin guerra. "Pero ellos no hablar cuánta plata o cuánto tiempo para nosotros", cuenta Mohammed. Casi dos años después de haber huido de su país, arribó a Montevideo el 9 de octubre de 2014. Unos meses después, nació Mussa, su tercer hijo.

En la biblioteca pública Francisco Schinca, en el barrio de la Unión, Santiago Ávila conoció a Sanna. Santiago tiene 17 años y un jopo de pelo negro que le tapa casi toda la frente y un ojo. Su madre da clases en la biblioteca. Un día apareció allí Sanna pidiendo ayuda para utilizar la computadora. Santiago encontró un teclado virtual en árabe y le enseñó a usarlo. Sintió curiosidad y le preguntó si ella o su familia precisaban algo. Dos semanas después conoció a Mohammed, quien le dio permiso para ayudar a Sanna a integrarse a la sociedad. "Ellos buena gente, como mi familia. Ellos mi familia", dice. Después se volvió habitual que ambas familias comieran y pasaran tiempo juntas.

Esta semana, durante las tres noches que estuvieron en la Plaza Independencia, la familia Ávila, a pedido de la Mohammed, cuidó al pequeño Mussa, de tres meses. La noche del miércoles, los otros dos niños también fueron a su casa a protegerse del frío y de la lluvia.

Mohammed está muy agradecido con el pueblo uruguayo, con la gente que les ha brindado su apoyo y con quienes se arrimaron a la plaza a llevarles comida o abrigo. También agradece la decisión del gobierno de traer sirios a Uruguay. Sin embargo, dice que son refugiados de guerra, que vinieron sin nada y que la ayuda por dos años no alcanza.

"A mí trajo ONU, Acnur, ellos llevar a mí, yo refugiado, mi familia refugiado", insiste. Para él, este tiempo de 11 meses en Uruguay ha sido "difícil". "Preocupado por el futuro. La vida no fácil. Como en guerra la vida. No bomba, todo caro", explica. Le gustaría vivir aquí pero quiere tiempo para evaluar si tiene un futuro en este país y resolver qué es lo mejor para su familia.

Mohammed es limpiador en La Española. Trabaja siete horas, cinco días a la semana, y gana entre $ 11.000 y $ 12.000 por mes. Consiguió ese empleo a través del Programa de reasentamiento de familias sirias en Uruguay, que también le otorga un subsidio, por un año más, de al menos $ 29.000. Detalla sus gastos fijos: $ 2.000 de luz, $ 2.000 de gastos comunes, $ 1.000 de Internet y entre $ 1.000 y $ 1.500 de pañales por mes. Hasta el final del programa no pagará alquiler.

La mayoría de los hombres sirios trabaja, pero las mujeres, debido a sus normas culturales, no lo hacen. Distinto es el caso de Natalia Al Shibli —así se hace llamar—, una joven de 19 años que trabajó cuidando ancianos. Ella es parte de la numerosa familia de 15 integrantes que se instaló en Juan Lacaze. Trabajó durante 22 días, entre tres y cuatro horas diarias. Por todo ese tiempo le pagaron solo $ 2.000, dice.

Según cuenta, tenían una vaca y plantaban lechuga, morrón, tomate, perejil, menta y coliflor. Natalia muestra en el celular fotos de la que era su casa, dice que le gustaba, que era grande. Pero su padre asegura que no van a volver a Juan Lacaze: "De acá, avión", dice, y con la palma de su mano estirada hace el gesto de ascenso de un vuelo. Actualmente están en el Centro Islámico del Uruguay, esperando una solución.

Distintas miradas.

Al Centro Islámico del Uruguay se puede acceder a través de un estacionamiento contiguo, en cuya recepción trabaja Jamil Halil Ahmed. De pie, flaco y alto, saluda con una sonrisa y unas palabras en español. Se estira y agarra de una mesa un termo y un mate: "Yo tomar mate en Siria. Mucho mate. Allá, yerba", dice, y se prende un cigarrillo Nevada.

Ahmed se fue de Siria con sus ocho hijos y su esposa Raja. Llegó a Uruguay una semana después que el grupo de familias de refugiados. Está anotado como tal en Acnur, pero no recibe apoyo de ningún programa del Estado. A él lo ayudó el presidente del Centro Islámico, el sirio Alí Jalil Ahmad, el hombre que ofició de traductor de las familias durante estos días. Ahmed vivió varios meses en el garaje de un edificio en Pocitos y ahora trabaja en el estacionamiento junto al Centro Islámico.

"Uruguay tranquilo", dice sonriendo y estirando la "i". "Yo feliz acá. Quiero quedar. Estos —y señala en dirección a la Plaza Independencia—, locos. Están locos. Niño chico, tres días, frío, lluvia, mucho niño chico. Vaya para Líbano. Vaya para Líbano", insiste. Seguramente su posición, opuesta a la de sus compatriotas, refleje el sentir de parte de la sociedad uruguaya y la pregunta que hace días se repite: ¿Cómo puede ser que prefieran volver a un campo de refugiados antes que vivir en un país en paz?

"Yo no quiero que mi plata vaya para ustedes", le increpa un hombre uruguayo a otro sirio en la Plaza Independencia. El que acampa le contesta, con respeto, que él quiere trabajar. En una misma sintonía, Susana Mangana, la española radicada en Uruguay que formó parte de la comisión que viajó al Líbano para entrevistar, seleccionar y acompañar a las familias, declaró al programa En Perspectiva: "La gente que dice que los sirios refugiados son desagradecidos lo hace con justa razón".

Según ella, las familias conocían las condiciones económicas, sociales y culturales a las que venían, por lo que no comprende sus reclamos. Hay "obstinación y falta de voluntad para entender que Uruguay les estaba ofreciendo una oportunidad de oro", dijo, y agregó que duda que otro país les ofrezca mejores condiciones.

Es miércoles de noche. La gente pasa caminando por la vereda del Palacio Estévez. Entre las anchas columnas dóricas se cuelan la lluvia y el viento. En el piso, sobre finos colchones de polifón, o sobre acolchados doblados, están los niños con sus madres. Los hombres han cruzado a la Torre Ejecutiva para reunirse con el prosecretario de Presidencia, Juan Andrés Roballo. Hace tres días que acampan y aún no han recibido una propuesta del gobierno.

Santiago Ávila tiene en sus brazos a Mussa, el hijo de Sanna e Ibrahim Al Mohammed. Los niños se recuestan contra la pared, juegan y se pelean entre ellos. Otros desaparecen debajo de los acolchados, cambian de posición intentando conciliar el sueño entre el ruido de los ómnibus y el de la gente, sonríen, lloran o miran impávidos a los que pasan caminando, observan y siguen; a los que sacaron a pasear al perro y se detienen a sacarles fotos sin preguntar, a los que anotan cosas en una libreta, a las luces de las cámaras que filman.

Una pareja de brasileños se detiene a contemplar la escena y preguntan a los reporteros por qué están esos niños ahí. Hablan con Santiago, la señora le hace morisquetas a Mussa y el señor se mantiene alejado, con un gesto de pena en su cara. Ella sugiere que José Mujica podría alojarlos en su chacra, o si no ella se los podría llevar a Brasil. Allá hay muchos sirios, explica. Se saca los lentes, se limpia un par de lágrimas y se despiden.

Mussa ya se durmió en los brazos de Santiago. "Él es tranquilo, salvo cuando tiene hambre", dice.

De los errores.

Los reclamos de los refugiados son hoy foco de atención internacional. El mundo los está mirando y ellos están decididos a buscar la mejor de las soluciones: la que ellos creen mejor y no la que otros piensan que lo es.

Miranda reconoció que el gobierno les dio a los refugiados sirios en Uruguay "una exposición que no es la adecuada". Primero todo fue novelería: la bienvenida, los niños jugando al fútbol debajo de la lluvia, su primer día de clases. Luego vino el desencanto: los rumores no confirmados de violencia doméstica, las dificultades de adaptación de algunos. Y ahora, el juicio: el campamento en la Plaza Independencia, acusaciones cruzadas, por qué se quieren ir, quién los va a recibir, de quién es la responsabilidad.

"Son libres de irse cuando quieran", declaró el expresidente Mujica, promotor de esta iniciativa. No es tan así. El Ministerio de Relaciones Exteriores les dio un "título de identidad y viaje", un papel que prueba su carácter de refugiados y les da libertad para salir del país, pero que no les asegura que puedan entrar a otro.

A ese problema se enfrentaron hace unas semanas Maher Aldees y su familia. Subieron a un avión con destino a Serbia, para luego intentar llegar a Alemania, pero en la escala en Turquía fueron retenidos. Estuvieron en el aeropuerto de Ataturk durante 20 días para luego ser deportados y volver a Uruguay una semana antes de la protesta. Es probable que haya sido este hecho el que motivó la decisión de hacer públicos sus reclamos, influidos, también, por la situación que se vive en Europa, de relativa aceptación de millones de migrantes.

El gobierno uruguayo ha tomado la postura de mantener las condiciones del programa tal como se formuló. Tras cuatro días de protesta, solamente accedió a tratar el caso de cada familia, y los sirios levantaron campamento. La ONU y Acnur se han mantenido en silencio.

Miranda admitió en el programa En Perspectiva que hubo errores a la hora de elegir el perfil de los refugiados, seleccionados por Acnur y entrevistados por la delegación uruguaya. También reconoció haber desoído el consejo de Suecia, país con mucha experiencia en estos temas, al haberlos ubicado, en principio, a todos juntos en un mismo lugar. La llegada de siete nuevas familias a fin de año sigue en pie. Pero, según Miranda, "se aprendió la lección de los errores cometidos".

SABER MÁS

Llegaron a un pacto y levantaron campamento.

Los 43 refugiados sirios que llegaron a Uruguay en octubre de 2014, estuvieron desde el lunes hasta el jueves acampando en la Plaza Independencia en forma de protesta ante el gobierno, reclamando una mejora de las condiciones de su asilo. De las cinco familias, tres de ellas vivían en Montevideo, una en Piriápolis y otra en Juan Lacaze. El jueves de tarde llegaron al acuerdo de tratar el caso de cada familia con la condición de levantar la medida de protesta. Actualmente, las dos familias que residían en el interior del país se están alojando provisoriamente en el Centro Islámico del Uruguay; el resto volvió a su hogar en Montevideo.

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