Este martes se cumplen 50 años del 27 de junio de 1973, el día en el que el presidente Juan María Bordaberry disolvió las cámaras y dio el golpe de Estado. Aquí, El País consulta a 10 figuras de diversos ámbitos y les pregunta cómo les cambió la vida.
Cristina Peri Rossi
"Exiliarse es nacer sin padre ni madre, sin familia y sin conocer la lengua”
La huida obligada de mi querido país es un trauma que nunca olvido, ni en sueños, pesadillas, todavía, en los que busco un lugar donde volver pero no sé el camino, las personas que aparecen no me conocen ni las conozco, no hablan mi lengua ni yo la suya y me asomo a un precipicio muy estrecho donde no hay nadie, solo rocas, piedras y árboles quebrados. La simbología de la pesadilla repetitiva es obvia. Durante los 50 años de ausencia que llevo de Uruguay la pesadilla a veces retorna, todavía, y supongo que significa lo mismo, la extranjeridad, el desarraigo, la ausencia de referentes. Exiliarse es nacer sin padre ni madre, sin familia y sin conocer la lengua. No hay referentes. Ni para el que se exilia ni para quien lo mira con una incómoda sensación de extrañamiento.
Nunca escribí sobre las circunstancias personales de mi exilio, por pudor y por respeto a los desaparecidos, a todos los que fueron torturados y humillados. Pero en mi novela Todo lo que no te pude decir, publicada por editorial Hum en Montevideo, en un capítulo evoco la tortura de una mujer joven y hermosa, cuyo torturador huye con ella en barco, con documentos falsos, hacia Europa. El exilio es un suceso siempre sentimental y narrativo, aunque los sentimientos sean dolorosos y dramáticos.
Me pareció una broma cruel del destino que yo, que de chica había estado obsesionada por la lectura de El diario de Ana Frank y en la adolescencia había visto todo el cine ruso sobre la Segunda Guerra Mundial, me encontrara en mi país, Uruguay, en una situación semejante a la de tantos perseguidos.
En primer lugar, en 1971, me denunciaron ante el Juzgado de Enseñanza Secundaria, querían destituirme, se celebró el juicio, pero mis alumnos de Preparatorio Nocturno colocaron una bomba en el tribunal que hizo desaparecer los documentos por lo cual no pudieron destituirme. El paso siguiente fue prohibir todos mis libros y prohibir la mención de mi nombre en cualquier medio de comunicación.
Pero lo que me hizo huir más rápidamente fue haber protegido en mi casa durante mucho tiempo a una estudiante muy inteligente, que fue secuestrada al salir de mi casa por los ocupantes de aquellos Ford Falcon tan temidos. No es nada difícil imaginar su destino, aunque en este caso, no terminó lanzada en una bolsa de arpillera al mar, como varias noches tuve el horror de ver desde el gran ventanal de mi casa en la calle Cebollatí.
Poco tiempo después, en Barcelona, la dictadura militar cuyo embajador en Madrid era Jorge Pacheco Areco, me retiró el pasaporte uruguayo, con lo cual quedaba indocumentada en España y la Policía franquista vino a buscarme, pero yo había conseguido huir clandestinamente a Francia.
La palabra diáspora usada luego con mucha frecuencia tiene su origen, naturalmente, en el éxodo bíblico, pero fui la primera escritora en usarla para nombrar al exilio uruguayo en el primer libro de poemas que publiqué en España. El libro se llamaba originalmente Como los argelinos en París.
Han pasado 50 años y mucho sufrimiento. Humillaciones, dificultades, falta de techo e incomprensión, pero Uruguay sigue siendo mi país, a pesar de que aprendí algo, que la nostalgia no es solo de un lugar, un parque, una plaza, una esquina: la nostalgia es de un tiempo “que ya no volverá”, como dice el tango.
(Poeta y escritora)
Serrano Abella
“Me allanaron y estuve preso”
El día del golpe de Estado fui a abrir la radio y había dos soldados en la puerta con una proclama para que leyera. Entonces les dije que tenía que llamar al director de la radio, que yo era un empleado nomás. Y lo llamé.
Siempre busqué, peleé y me esforcé por decir lo que necesitaba decir, disfrazado o camuflado. Pero por momentos no había forma de combatir, las dictaduras todas de izquierda y derecha van a la educación y al periodismo. Resistimos. Un mañana, dando la temperatura, dije “hay dos grados bajo cero, blanquea todo, está bueno que blanquee todo”. Y por eso llamaron a preguntarme: ¿qué quiso decir con eso?
En los pueblos chicos pasaban también los atropellos. Un día estábamos en la confitería del centro y vino un compañero de clase, que era comisario en ese momento. Y me dice “Serrano, cédula de identidad”. Le digo “pero Mario cómo me vas a pedir la cédula de identidad a mí”. Y me llevó detenido.
No había garantía de nada. En Treinta y Tres estaban haciendo allanamientos nunca vistos. A mí me allanaron, después me llevaron preso, tuve la suerte de que nunca me encapucharon ni me torturaron, solo me interrogaron. Me llevaron un rifle de caza y un revólver que tenía. Revolvieron todo, metían las manos en el azúcar, en la harina. Golpeaban unas sillas de hierro forjado que tenían las patas huecas.
El miedo era el gran tema. Porque hay quien dice que no siente miedo, pero no sentir miedo es una inconsciencia. El coraje está en sentir miedo, vencerlo y hacer lo que uno deba hacer. Sin libertad nada es posible. Aún cuando el dictador sea el mejor de todos los dictadores —aunque no hay buenos dictadores— porque nadie puede asumir para sí la tarea de pensar por todos.
(Periodista y locutor de radio)
María Emilia Pérez Santarcieri
“Me quedé sin trabajo”
En la época que se dio el golpe había terminado ya un posgrado en el Instituto de Profesores Artigas (IPA) y había empezado a trabajar como profesora ahí. Por supuesto que no había concurso todavía, sino que me presentaba todos los años a trabajar. Pero cuando vino el golpe no me renovaron, no fui aceptada, no pude trabajar más. Incluso recuerdo a la persona que nombraron en mi lugar, que venía a mi casa a preguntarme y pedirme por favor que le informara sobre el curso, porque no tenía ni la menor idea de lo que había que dar. A esa altura ya era viuda y con un niño chico.
No tenía actuación política, pero sí gremial. Cuando estudié para profesora era muy difícil que nos hicieran caso a los que teníamos títulos, metían a cualquiera a dar clase y no a nosotros, que nos correspondía. Entonces hubo una asociación de egresados del IPA que trataba de que se nos respetaran los derechos. Y la verdad creo que fue eso lo que hizo que yo quedara sindicada.
La vida me cambió tremendamente, porque aquello para lo cual me había perfeccionado, lo perdí. Volví a dar clases en secundaria. Vivía en el Prado, a siete cuadras del liceo, y a veces lloraba en el camino pensando que había hecho un posgrado y que eso se me había cercenado.
Había una prohibición de usar una cantidad de palabras. Un día bajaba de un ómnibus con mi hijo y pasó un sacerdote y él dijo “mirá un tupapá”. Y me asusté, pero el niño quiso decir “un padre” no “un tupa”. Era tan tensa la situación que me enfermé, desarrollé una fobia al ruido.
(Profesora emérita de Historia)
Richard Read
“Se olía pólvora en el ambiente”
Tenía 19 años en ese momento y trabajaba de peón en la industria de la pesca, descargaba barcos en la noche en el puerto. Fueron momentos muy duros, muy convulsionados. Como muchacho joven estaba preocupado y medianamente informado y, cuando se dio el golpe, ya hacía días que no se trabajaba en el puerto, estaba prácticamente cerrado. Me quedé sin trabajo, y me fui a Buenos Aires, porque tenía un tío y unos primos y ellos tenían una gomería.
Cuando cayó el golpe tuvo un impacto en todo el país, aunque se veía que la mano venía muy complicada. En el trabajo se comentaba mucho el tema, en la crónica diaria periodística lo veíamos, y en la calle las camionetas policiales, las razias. Recuerdo ir camino al trabajo, en ese momento vivía en el Cerrito de la Victoria, y día por medio te paraba el Ejército para pedir documentos y cachearte. Eso era lo cotidiano, por lo tanto se olía pólvora en el ambiente.
Volví en 1976, y al poco tiempo entré a trabajar a la escuela de industrias navales y después ingresé a la Pilsen. Trabajaba muchísimo, 16, 17 horas por día. En ese momento el ambiente dentro de la fábrica era bueno, esa fábrica no ejerció represión sindical, ni represión política. Otra fábrica sí. La empresa —Pilsen— una vez por año recibía al que había sido presidente del sindicato y un par más, para escucharlos, principalmente por reclamos salariales. Yo llegué a ir en 1981.
Se conformó un embrión de militancia sindical, y tuvimos una gran persecución. El 7 de diciembre de 1982 hicimos una movilización por salario, fue la primera que se hizo en el país. Después estuvimos tres días detenidos en el departamento de inteligencia.
(Histórico sindicalista de la bebida y también del Pit-Cnt)
Alberto Kesman
"Le podía tocar a cualquiera"
Cuando ocurrió el golpe tenía 22 años, no estaba metido en política entonces lo viví como una cuestión sorpresiva. Recuerdo el movimiento de vehículos militares en el Centro y en el puerto, de estar todos comentando aquello, de ver la noticia en televisión, de escuchar el mensaje de Wilson desde la Cámara de Senadores. Y cambió la vida normal.
Trabajaba en radio con Víctor Hugo Morales, que había sido suspendido para entrar al estadio por la Asociación Uruguaya de Fútbol (AUF), dirigida por un militar, hasta que Aparicio Méndez le permitió el ingreso. Se veía una puja dentro del deporte. La dirección militar llegó incluso a la dirigencia de varios equipos y a la Organización del Fútbol del Interior. El público concurría, pero no se llenaban las canchas; recién con la democracia la juventud concurrió de forma masiva.
En 1980 se llevó a cabo el Mundialito, que lo trajo Washington Cataldi, político democrático del Partido Colorado, junto a un contratista griego y el auspicio del canal italiano de Silvio Berlusconi. Tuvo mucho éxito en presencia. Como periodista, cubriendo para el canal 12 la final de la Copa Libertadores que se jugó en Montevideo, el técnico de Boca Juniors me contestó mal, le retruqué, no recuerdo qué palabra usé, algo como “nabo”, y llegó una orden del Estado Mayor Conjunto de que debía ser suspendido por siete días. Y así fue.
En mi familia se sufrió la tortura, a una persona detenida sobre 1973, 1974. Durante un mes no supimos dónde estaba. Luego, la llevaron al regimiento 13. Por ocho meses, cada 15 días íbamos a visitarla. No tenía ninguna vinculación con la política, era una persona vulgar, como yo. La sensación era de que eso le podía pasar a cualquiera.
(Periodista deportivo)
Cristina Morán
"Nos obligó a esconder nuestros pensamientos"
Vivía en un mundo paradisíaco en cuanto a la libertad, la democracia, a decir las cosas que uno pensaba, tanto en la vida personal como profesional, y un buen día me desperté y ya no teníamos todo eso. Salías a tomar un café y tenías que cuidarte de quién tenías al lado. En el trabajo comenzaron los tabúes. En el canal 10 pasábamos el aviso de la gente que perdía la cédula, y un día se prohibió. Lo mismo pasaba con niños que se perdían: se prohibió hablar de nadie perdido. Esto fue un cambio tremendo, nos obligó a esconder nuestros pensamientos.
En la información, todo tenía que ser alegría. Tenías que cuidarte en todo lo que decías. No era fácil. Tenías que pensar no solo en tu trabajo, sino en el medio donde trabajabas, que no lo fueran a clausurar. Una semana antes del golpe, el canal estaba instalado en el Parlamento, cubriendo el juicio político al senador Erro. La noche del 26 yo estaba en el Senado, con gente como Wilson, Michelini, esa gente irrepetible. Pasaban las horas y en un momento el senador Vasconcellos me pasa el brazo por encima del hombro y me dice “Cristina, me parece que hoy no salimos”. Y yo, optimista, le dije: “¿Cómo no vamos a salir?”. “Bueno, si usted lo dice”, me respondió. Esa fue mi última conversación con un parlamentario. Pasada la medianoche, nos fuimos.
Esta dictadura había estado tan anunciada y negada, pero cuando vimos cómo estaba el Palacio rodeado de soldados y tanques, ya no había dudas. Llegué a mi casa pensando qué va a ser de nosotros, qué nos va a pasar. Es muy difícil de explicar lo que causó; Gabriel García Márquez decía qué lindo haberlo vivido para poderlo contar, bueno esto no es lindo haberlo vivido, pero es bueno poder contar lo que fue realmente todo aquello.
(Comunicadora, actriz)
María Simón
“La facultad estaba devastada”
No sé si el verbo es cambiar, porque no sé cómo habría sido mi vida sin golpe de Estado y si no hubiéramos vivido una larga dictadura; lo que puedo afirmar es que me quitó un gran abanico de posibles vidas. La situación política del país influyó fuertemente sobre mi vida desde antes del golpe y durante los años de dictadura. En la época anterior iba al liceo y ya se vivía un fuerte ambiente de inseguridad. Oí hablar de que se torturaba a presos cuando tenía unos 13 años. Un día, en horario de clases, entraron personas externas al liceo y golpearon violenta e indiscriminadamente a estudiantes.
Tuve la suerte de no haber sido detenida. No hice nada ilegal, pero tengo amigos, en ese momento también menores de edad, que tampoco lo hicieron y estuvieron detenidos. Muchos tuvieron que exiliarse. Algunos, ya mayores, fueron presos por muchos años y algunos todavía están desaparecidos.
Cursé la facultad durante la dictadura; era una facultad devastada en su vida estudiantil y en su cuerpo docente, con dignísimos casos de buenos profesores que pudieron permanecer en sus cargos y de quienes aprendimos a pensar con espíritu crítico, a pesar del ambiente inhóspito, y a los que estaremos siempre agradecidos. Pero había una vigilancia constante; uno tenía sus clases y se tenía que ir; se nos observaba por el pelo largo o la pollera corta, lo que en sí parece ridículo al lado de hechos gravísimos.
El golpe de Estado y la dictadura no fueron contra una guerrilla sino contra la democracia, los partidos políticos legales, los trabajadores y también los estudiantes.
(Decana de Ingeniería)
Roberto Jones
“Yo no guardo rencores, la única herida que me queda es la de los desaparecidos”
Antes del golpe, yo había estado preso por integrar el Movimiento de Liberación Nacional; salí de la cárcel en noviembre de 1972 y quedé bajo libertad vigilada. Pero se acercaba el golpe y se me indicó que tenía que irme del país sí o sí. Si no, me iban a juzgar de nuevo, esta vez en la justicia militar. Yo no me quería ir. Fue un cambio de vida radical. Acababa de salir de nueve meses de una prisión muy dura tras ser derrotados con los tupamaros, de haber pasado torturas, de haber estado dos veces en el Hospital Militar.
Fue gracias a una terapia con una amiga psiquiatra que pude desprenderme, porque irme era la separación definitiva de mis compañeros —muchos de ellos presos—, de mis amigos, de mi familia, de mi patria. Gracias a un contacto en una empresa naviera me pude trasladar legalmente a Buenos Aires y ahí estuve desde abril o mayo de 1973 hasta que en 1976 vino el golpe argentino y me tuve que ir de Argentina. Y otro cambio de vida. En ese momento mi esposa estaba embarazada de mi primer hijo y decidió volver a Montevideo, pero yo tenía la orden de retirarme a Suecia. Era eso o volver a Uruguay y construir una familia. Y volví, otra vez bajo libertad vigilada. Del golpe en Uruguay me enteré porque me llamaron muy temprano unos compañeros, “prendé la televisión”, me dijeron. Pero emocionalmente a mí ya me habían dado el golpe. Y los militares ya habían copado los servicios de seguridad, la Justicia, ya detenían y torturaban, solo les faltaba tirar el Parlamento. En Buenos Aires, tras el golpe, tuve contacto con Erro, Wilson, Michelini, Gutiérrez Ruiz, y otros extupamaros.
Yo volví a Uruguay por el amor a mi mujer y mi hijo, no podía estar lejos de ellos. Y de vuelta, todas las semanas iba a firmar al Grupo de Artillería 5. Me habían dicho que podía actuar, pero todo el tiempo era perseguido. Salvé el concurso para ingresar a la Comedia Nacional y no me lo permitieron. Solo podía moverme en el ambiente independiente, que significaba no ganar un peso. Si conseguía un trabajo, al día siguiente iban los servicios de inteligencia policial y hacían que me despidieran. Vivía vigilado, a pesar de que no pertenecía ya a ninguna institución. Cada vez que salía a rezar, tenía una persona atrás; si salía a pasear, tenía a una persona atrás. Se hacían notar. En general, se miraban el reloj como diciéndome “sabemos dónde estás y a la hora en que estás”. Detrás de mí, en la iglesia, se sentaba una mujer fingiendo que rezaba, pero en realidad vigilaba mis lecturas, entonces yo me llevaba los libros más inocentes.
En 1978, otra vez lo mismo. Me vienen a buscar a casa, me chuparon hasta el Cilindro y yo pensé que me iban a boletear, pero me dijeron que debía irme del país porque era una persona indeseada. ¿Adónde? Si en Argentina había dictadura. No sabía qué hacer, hasta que unos días después me llamó Carlos Perciavalle y me dijo “venite que vamos a hacer una obra de Molière, dirige China (Zorrilla) y vos vas a interpretar al galán”. Y me fui de nuevo. Allá la Iglesia me protegió mucho. China me hospedó en su casa. Me quedé trabajando, hasta que ganó el No y volví porque seguía extrañado a Montevideo, al teatro de acá, al Sorocabana, los panchos, hasta el frío insoportable de 18 de Julio y Andes. Volví y no me fui más.
Me integré al Partido Nacional y milité con Wilson. Después de 50 años, yo no guardo rencores, pero la herida que me queda es la de los desaparecidos. Siguen encerrados manteniendo esa única herida social que para mí es imperdonable.
(Extupamaro, actor y director de teatro)
Jorge Chediak
“Se respiraba inquietud y temor”
De la época previa, como estudiante de derecho, me impactó ver en televisión a Jorge Batlle hablando detenido desde una unidad militar, en democracia. Otra imagen, en febrero de 1973, fue el desconocimiento de los mandos militares a la autoridad presidencial y el cierre de la Ciudad Vieja con ómnibus y vehículos realizado por la Armada, y cuando convocaron a Bordaberry, comandante en Jefe según la Constitución, a la base de Boiso Lanza y lo hicieron esperar en la puerta. A fines de junio, la incertidumbre por el cierre del Parlamento y el comienzo de los comunicados en noticieros, precedidos de una marcha militar bastante ominosa. La primera emisión comenzaba diciendo algo así: “Las Fuerzas Conjuntas rompiendo su tradicional silencio…”, pero lo cierto es que no se callaron más.
Dejé de hablar de política por teléfono y en reuniones fuera del núcleo familiar. En la facultad, teníamos que identificarnos en el control de acceso y había guardias en los corredores. Recuerdo el silencio fuera de los salones, en vez del típico bullicio. Me impresionaba el temeroso respeto con que los periodistas interrogaban al ministro del Interior sobre los temas policiales. Había un ambiente de inquietud y se respiraba temor.
Me afectó como estudiante, los primeros años (1970-1973) obtuve notas con matiz de sobresaliente y luego no. Al concurrir a prestar juramento ante la Suprema Corte de Justicia (SCJ), un exprofesor me ofreció ingresar a la magistratura. Me negué, y recién luego de meses de reflexión si aceptar un cargo en un régimen no democrático y deseando contraer matrimonio, cambié de opinión. De ambas decisiones nunca me he arrepentido.
(Expresidente SCJ, dirige la secretaría antilavado)
Nicolás Herrera
"Nada en esa época era normal"
Al momento del golpe tenía 16 años. Recuerdo años previos turbulentos, de división, ideología y enfrentamientos políticos que hoy nos parecerían inaceptables en su tono y contenido. De niño vivía frente a la Facultad de Arquitectura donde había enfrentamientos frecuentes entre estudiantes y Policía, junto con estudiantes del liceo Zorrilla, que yo miraba desde un balcón sin entender demasiado. Una vez los estudiantes vieron el auto del cónsul peruano estacionado frente al edificio y le tiraron una bomba molotov. El valiente portero logró mover el auto antes de que el fuego alcanzara el tanque de combustible.
Tras el golpe, no me dejaban salir libremente al cine con amigos; debía siempre llevar la cédula y no nos dejaban volver sin un mayor acompañando. Luego hice la carrera de derecho en dictadura, lo cual enfrentaba lo que aprendíamos de un Estado de derecho con una realidad ilegítima, sin garantías ni derechos elementales de libertad.
Milité intensamente por el plebiscito del No, andaba en el Fusca de mi madre con papeletas y carteles pegados en las ventanas que retiraba por la noche y volvía a poner al otro día. No tuve familiares presos ni asesinados; mis recuerdos son de vida simple lejos de esa violencia directa, pero que se sentía latente en silencios, miradas cómplices, pequeños gestos.
Fui niño en un entorno de violencia callejera tupamara y estudiantil, y luego en dictadura durante la adolescencia y hasta mis 28 años. Ninguna de esas etapas fueron normales. Fue una época muy triste y oscura que marcó a nuestra generación. Nos queda el profundo rechazo a pensamientos mesiánicos y a toda forma de violencia.
(Abogado experto en comercio y finanzas)