ENVÍOS BAJO TIERRA
Unos 1.000 envíos pasan cada día por la terminal. El terrible recuerdo de un paquete bomba que salió desde allí hace 12 años aún sigue presente.
La encomienda es un engranaje de la historia. En otros siglos, el trajinar de cartas y paquetes era la única forma de comunicación a distancia. Ahora, en este presente pandémico que le demanda a la humanidad el aislamiento social, en donde decenas de países tuvieron varios períodos de cuarentenas obligatorias o confinamientos —si preferimos la empedrada palabra medieval—, enviar y recibir paquetes ha sido unas de las maneras que las personas encontraron para establecer contactos, generar sorpresa, evacuar anhelos y tapiar carencias.
Es una tarde de verano cuando bajo por primera vez al subsuelo de encomiendas de Tres Cruces, la terminal desde donde salen y a la que arriban los ómnibus que recorren más de 60 kilómetros de origen-destino Montevideo. Cercanas a los locales de Buquebus y de EGA, desciendo por esas escaleras que no había observado en otros tiempos, más pendiente del ajetreo de los pasajes y de la cédula en mano.
Escalón a escalón, comienzo a percibir un murmullo administrativo y férreo. De pronto, doy con una puerta, modesta, aunque imponente. Al otro lado un hombre me dice “bienvenida”. Le agradezco a este Virgilio de conserjería con una sonrisa que no detecta debajo del tapabocas, y se me activan los ojos, foráneos, lejanos al tedio mecanografiado de los trámites.
“¡Señorita!”, me grita, y por un segundo me paralizo, como cuando suenan las alarmas de los comercios en el momento justo en el que las personas se permiten dudar de su inocencia. “El alcohol”, me dice. Y ahí voy, con el rezongo a cuestas, a embadurnarme las manos. Y ahora sí, entro. Hay mucha luz artificial en el lugar, pero parece oscuro y eso es porque me sé bajo tierra.
En esta ciudad sin subtes, sin pasadizos, es la primera vez que estoy tan por debajo del nivel de las veredas. Mi máximo descenso en la ciudad había sido, hasta el momento, el túnel de la avenida 8 de octubre. Pero esto es más abajo. Nuestro subterráneo: en vez de trenes, son paquetes los que circulan y se mueven de un lugar a otro.
Es una pasarela. Vereda al medio, como la raya en la canción de Fernando Cabrera, donde esperan las personas. De un lado, los mostradores con ventanillas de vidrio, similares a los de sacar pasajes pero más enanos, aplastados por la sensación de todo lo que hay arriba. Del lado opuesto, una calle, igualita a donde esperan los taxis cuando arrecia el cansancio luego de un viaje. Me percibo en un verso de Zitarrosa, en una película de David Lynch, en un sueño de Kafka, en Romeo y Julieta. De pronto tengo la sensación de estar en el debajo fabril de un crucero. Soy, por ese rato, parte de un engranaje que hace andar un ritmo invisible y necesario desde que el mundo es mundo y nos supimos lejos.
El subsuelo de encomiendas se creó junto a los otros dos niveles de Tres Cruces en 1994, por obra de Gralado S.A, la empresa que ganó la licitación y que tiene su concesión hasta hoy. Desde que empezó la pandemia, tanto el sector de transporte de pasajeros como el shopping que funciona en el tercer nivel del edificio, vieron afectada su operativa, no así el sector de encomiendas.
Cuando campeó la inmovilidad y las horas de encierro, los paquetes continuaron moviéndose por todo el territorio. Los envíos de persona a persona o de empresas a personas suben y bajan día a día por los siete montacargas que unen a las empresas de envíos con los andenes.
Esta logística, según explica Marcelo Lombardi, gerente general de Tres Cruces desde hace 22 años —la terminal empezó a operar hace 27— implica que los ómnibus tienen un máximo de tiempo en la plataforma y la encomienda se carga y se descarga en ese lapso.
Se trata de una comunicación vertical, que quienes usan los servicios jamás ven. El mundo invisible de las encomiendas tiene ese tiempo contado y hay 200 personas que se desempeñan en el subsuelo, para que el trabajo se cumpla de manera eficiente. Más de 1.000 paquetes pasan cada día por acá.
Quizás por estar debajo de la tierra, la percepción de los visitantes poco habituados es encontrarse con un lugar oscuro, que acrecienta su impresión de tugurio al mezclar los rumores de las cajas encintadas y variopintas con los caños de escape.
Lombardi dice que “hay una brecha entre la percepción y la realidad y muchas veces es más importante la percepción”. Según el gerente general, cuyas palabras están documentadas en la memoria y balance que la institución publica cada año con el resultado de auditorías en varias dimensiones —económicas, sociales, ambientales—, existen datos duros que respaldan las políticas ecológicas y laborales que promueve la institución.
Cada viernes, entre las 18 y las 19 horas, el ingeniero externo Sebastián Gesto mide durante esta hora pico del sector encomiendas el monóxido de carbono presente en el lugar. Tres Cruces adhiere a la norma técnica internacional OSHA, que establece como límite en este rubro una medición de 50 partes por millón de monóxido de carbono.
Lombardi asegura que las mediciones se hacen en varios puntos del sector y que los resultados arrojan cero parte por millón, dentro de los locales; tres partes por millón, en la zona donde están quienes usan el servicio y diez partes por millón donde circulan los autos.
Empatía, un mono y una bomba.
Marcela Fajardo tiene 51 años y entró a trabajar a los 20 al sector encomiendas. Actualmente se desempeña en DAC como coordinadora del área de reclamos, el territorio comanche de los envíos, donde hay que brindar una solución a clientes decepcionados, enojados o frustrados ante la pérdida de un paquete. A Fajardo le cuesta encontrarle defectos a su oficio, y habla con un entusiasmo juvenil sobre su rol y su personalidad introvertida que, sin embargo, aflora en este subsuelo. Explica que “es necesario tener vocación de servicio para poder trabajar acá pero, sobre todo, tener empatía”.
Recuerda el día en que le preguntaron si podían enviar al interior una urna con cenizas de un cadáver y, si bien por normativa tuvo que negarse rotundamente, ella cree que trabajar en encomiendas es fomentar la paciencia y literalmente “dejar de ser una misma para entender qué es lo que necesita quien está del otro lado”.
La logística de los envíos involucra tensión, tiempos apremiantes y contener la ansiedad de quienes usan el servicio, pero Fajardo dice que lo que más le gusta de su tarea es que no se trabaja con presión y que tiene una libertad que jamás había tenido en empleos anteriores.
Si bien es un subsuelo en donde no existe la luz natural, aunque sí el cumplimiento de las normas internacionales de iluminación divulgadas en la web de Tres Cruces, ella dice que no lo considera un trabajo insalubre. Asegura que son muchos los aspectos positivos de su trabajo, entre ellos, enterarse que “se puede trabajar con mucha tranquilidad”, algo que nunca pensó que existiría.
No así lo considera Huber Nieves, quien llegó a Tres Cruces en 2006 desde Rivera, cuando tenía 18 años. No sabía, en aquel entonces, que ese sería el lugar donde trabajaría casi la mitad de su vida. Hoy tiene 33 años, es encargado de envíos y retiros en el turno de la mañana de la empresa DAC. Dice que se está quedando sordo y que su familia le pide que no grite cuando está en la casa. Explica que hay mucha contaminación sonora por las turbinas que mueven el aire y que cuando hay silencio él sigue escuchando su ruido y el de las bocinas, alarmas y motores prendidos.
Sin embargo, Nieves rescata como positivo la seguridad de no tener que andar en la calle y todo lo que ha aprendido de geografía en estos años. Tanto, que es él quien le enseña a los nuevos la topografía de Uruguay.
A él le tocó despachar el peor paquete de todos. Hasta el día de hoy, cuando se reabre la investigación, lo entrevista la Policía de delitos complejos. Le cuesta rememorar y es consciente de que es un mecanismo de defensa ante esa experiencia traumática. Es que en aquel 2009tuvo en sus manos una caja que un día después explotó en una casa del Buceoy mató a Miriam Mazzeo, de 49 años, tras abrir la encomienda.
El paquete fue despachado desde Tres Cruces con el remitente “cooperativa magisterial” como fachada y la bomba, que estaba allí adentro y explotó en una casa de la calle Plutarco, fue detonada en forma remota. El caso sigue impune hoy, 12 años después.
Según explica Lombardi, si bien no hay sistemas de escáneres para controlar los envíos, la terminal cuenta con revisiones de perros del Batallón de Infantería 13 del Ejército, entrenados para detectar drogas y material explosivo.
Además, dice que todos los envíos deben declararse y hoy en día existe un sistema de rastreo digital, que permite la trazabilidad de los paquetes con la información ingresada en su código de barras, al que también se accede por QR. De este modo, las empresas pueden hacer un seguimiento minucioso de los envíos en caso de requerirlo, y quienes usan el servicio pueden rastrear su paquete a través de la web.
Nieves explica que, ante casos sospechosos, quienes trabajan despachando solo pueden limitarse a preguntarle a la persona qué es lo que está enviando: “Cuando no nos convence podemos pedirle al cliente que nos abra la encomienda y nos la muestre”. En casos de detectar pirotecnia, estupefacientes, armas y municiones, se puede negar el servicio, por supuesto.
En el sector de encomiendas se envían y se reciben todo tipo de mercancías, desde repuestos de autos, medicamentos, sangre, comida, ropa, cartas de amor y animales: pollitos, abejas, y hasta víboras. Una vez, cuenta Nieves, quisieron enviar un mono: “Lo denunciamos y se terminó desbaratando a una banda que ingresaba por Argentina para traficar animales y tenían un zoológico clandestino”.
Marihuana y cocaína por encomienda
Que se envíe droga por encomienda es algo que sucede en Uruguay. A veces salta y de la forma más inesperada. A principios de febrero una mujer había ido a retirar una encomienda a su nombre en Rocha y, cuando la abrió, se dio cuenta que no era el paquete que le correspondía. Le habían dado uno que no era para ella. Y, para su sorpresa, adentro había un polvo blanco que resultó ser cocaína y también había marihuana. La señora hizo de inmediato la denuncia ante la seccional más cercana. Luego la Policía puso en marcha una investigación que estableció que la remitente era una funcionaria policial de Canelones de 32 años. Fue condenada a la pena de dos años y 10 meses como autora de “un delito de suministro de sustancias estupefacientes”.
El viernes, en tanto, se conoció el caso de una mujer venezolana de 43 años que fue detenida por intentar enviar cocaína en encomiendas que tenían como destino Tailandia. Puso la encomienda en Tres Cruces, desde donde pensaba tomarse un ómnibus a Rivera. La cocaína estaba escondida en tubos cilíndricos de máquinas para hacer pastas.
Olor a estofado.
Más de cuarenta años antes, Elena Castro —hoy jubilada de un largo factótum en distintos sectores— fue una usuaria asidua del servicio de encomiendas de la mítica empresa ONDA, el antecedente inmediato del subsuelo de Tres Cruces. Su sede central estaba en la acera sur de Plaza Cagancha.
Quienes lo vivieron, rememoran con nostalgia y admiración a aquella Tijuana criolla insertada en el medio de la plaza, que funcionó entre 1935 y 1991. Además de los paquetes con contenidos exóticos como animales, en aquella época —aunque en la actualidad también sucede— eran muy frecuentes los envíos de viandas por parte de padres y madres a sus hijos que estudiaban en Montevideo.
Castro me cuenta que su madre les mandaba hasta las tortas de cumpleaños, que venían forradas en papeles escritos a mano con la palabra “frágil” y con flechas dibujadas que indicaban la posición en la que debían viajar en la bodega de las unidades. Esas viandas que trajinaban en los ómnibus de ONDA contribuían a dotar de olor y significado a aquella terminal, en donde se aguardaba con anhelo el fin de mes, porque la familia se había acordado de uno.
Elena Castro, quien venía de la frontera con Brasil, me habla del Nescafé, las rapaduras y la manteca Primor que su madre le mandaba desde Melo y agrega a esa caja el elocuente verso de Zitarrosa que me transporta a los andenes de bodegas abiertas como bocas: “Las encomiendas por la ONDA con olor a estofado”.
El cierre de la ONDA fue un entierro simbólico para muchos, que hacían de esa terminal un lugar de encuentro, de conversación y de negocios a la vera de los ómnibus.
El lugar de la encomienda en la historia
Aunque en el sistema feudal también existió, desde una de sus primeras acepciones la encomienda consistía en pagar con indígenas a los colonizadores españoles recién llegados al continente. Era una ofrenda que los colonos originales hacían a los nuevos y una forma de pagar el trabajo a los indígenas a cambio de lo que se conocía como “civilizarlos”. Según la peculiar visión de los colonizadores, los nativos eran salvados a través del cristianismo, aprender el idioma español y recibir protección de los enemigos. Del verbo latino commendare (confiar, recomendar), el lugar de la encomienda en la historia ha sido desde siempre el del valor, más allá del precio del paquete o recado que se envíe.
Con la apertura de la terminal de Tres Cruces en 1994, la ciudad ganó movilidad y quienes usan los servicios de encomienda y transporte ganaron comodidad y opciones de horario. Desde entonces, quienes viajan eligen la empresa según el itinerario de conveniencia y ya no se circunscriben a una empresa.
En el sector encomiendas de la terminal, además de los locales para despachar paquetes, hubo otros servicios, como el trámite del certificado de buena conducta o un mamógrafo. Actualmente funciona la oficina de Interpol y hay un centro MEC, espacio cedido por la empresa al Ministerio de Educación y Cultura. Tres Cruces también organiza actividades de responsabilidad empresarial.
Una de las más recientes y significativas, por su impacto logístico y el involucramiento de personas y de empresas, fue la olla popular más grande de Uruguay al comienzo de la pandemia. Cocineros de Masterchef prepararon la olla en la explanada principal de la terminal. Como los estofados de Guitarra negra, la comida viajó en las bodegas dentro de baldes de 20 litros, que se distribuyeron en todos los departamentos del país.
Mientras el ritmo materializa a la ciudad en el mundo visible, cada día 200 personas reciben y despachan deseos y anhelos de otras miles, aquellas que bajan y atraviesan la puerta al final de la escalera, para dejar o encontrar algo.
Ir a llevar una carta y terminar de "plantón" en una celda
Fue a llevar una carta a la ONDA y terminó presa en el Servicio de Inteligencia. Era 1984. Faltaba casi un año para que terminara la dictadura en Uruguay. Elena Castro, una usuaria frecuente del servicio de encomiendas en aquel entonces, atravesaba “la Babilonia de la Plaza Cagancha” con un sobre en la mano para enviar a su madre en Melo. No sabía, en ese momento, que los cientos de personas que avanzaban como tinta sobre los pavimentos del centro, eran periodistas y allegados que se habían manifestado a favor de la libertad de prensa. Caminaban tomados de la mano y con una mordaza en la boca, en respuesta a las medidas que continuaban cercenando y castigando el libre ejercicio del oficio.
A Castro la detuvieron cruzando la plaza, sobre en mano. La subieron a una “chanchita” junto a otros detenidos. Ella era la única mujer. Como no entraban, se bajó el acompañante del chofer y, una vez en marcha, preguntó para comunicarlo por radio: “¿Cuántos son?”. Diez, contestó uno de los detenidos. Pero otra voz retrucó: “Yo cuento once. Señora, bájese”. Era Washington Beltrán el del guiño (hoy director del diario El País). Según recuerda Castro, en la camioneta también fueron transportados el escritor Enrique Estrázulas y el cantante Pablo Estramín.
“Me comí un plantón de horas, mirando la pared junto a ellos y fui la última en irme”, dice. La liberaron a las dos de la madrugada. Antes de salir, le devolvieron la cartera y el sobre con la carta. Al día siguiente, lo llevó a la ONDA.